sábado, 31 de diciembre de 2011

Silvio Rodriguez. Unicornio

Música, Año Nuevo y unicornios

Estuve escuchando a Silvio Rodríguez y, mientras lo hacía, fui adquiriendo consciencia de las canciones que han acompañado mi vida, entreteniendo mis ratos, pero también dándome consuelo o abriendo mis ojos ante el mundo, la vida, las relaciones... Al mismo tiempo me daba cuenta de que una gran parte de esas canciones las canta él.

Sería muy largo explicar cada canción, suya o de otros, y cada historia asociada a ella así que ni siquiera lo intento. Me quedaré con una sola, no la más bella (aunque lo es mucho), pero sí la más especial de todas, la primera canción de Silvio que escuché, la que me enamoró y me convirtió en la seguidora incondicional del magnífico cubano: Unicornio.

¿Alguien no conoce esa canción? Lo dudo. Probablemente ese disco tiene las canciones más conocidas del poeta, abanderadas por ese unicornio azul que tanta pena causa con su desaparición: Por quien merece amor, Hoy mi deber, Canción urgente para Nicaragua, La Maza, entre otras hicieron las delicias de muchos jóvenes que nos sentíamos enamorados y nostálgicos o combativos e inflamados de afanes revolucionarios y ganas de cambiar el mundo.

El unicornio de la canción era un símbolo de muchas cosas. Leí que Silvio dijo alguna vez que se refería a la inspiración perdida. Es posible que lo fuera... en ese momento. Dudo que tenga un significado concreto, porque cada persona que escuche la canción lo asociará a una u otra cosa, dependiendo del momento y del propio carácter del oyente.

En mi caso particular, creí tener varios unicornios desde la primera vez que la oí, todos muy parecidos, porque yo deposito mi afecto siempre en lugares similares, hasta que un buen día supe con seguridad de qué hablaba la canción o, al menos, de qué me hablaba a mí. Reconocí a Mi Unicornio, el único y especial, lo disfruté, lo perdí y le lloré. Nunca me recuperaré del todo de esa pérdida, porque es la primera vez que sentí la certeza de que aunque tuviera dos, yo solo quiero aquel.

Siempre que escuchaba esta canción sentía una punzada dulciamarga de nostalgia, pensando en lo perdido. Mi reacción ha cambiado desde que descubrí la personalidad de mi monocerote; ahora no puedo evitar las lágrimas desde la primera frase.
En estas circunstancias mi deseo para el nuevo año no puede ser otro: que vuelva el fugitivo, que si alguien sabe de él, por favor, me indique dónde lo vió. Mi unicornio es fácil de reconocer: es azul y le gusta compartir canciones. Si no es posible traerlo de vuelta le ruego a quien lo encuentre que le proporcione un pasto lleno de sus flores favoritas, un lugar pleno de sol,  de viento que peine su crin y un prado húmedo y jugoso donde se sienta cómodo.
Así tal vez nadie más tenga que llorar por él, ni repetir conmigo... Mi unicornio azul se me ha perdido ayer, se fue

sábado, 24 de diciembre de 2011

Será que estoy cansada

Hubo una época en que esta era la mejor época del año para mí y otra en que no soportaba que llegase. Ahora me es indiferente.

Compartiré la Nochebuena con las mismas personas que comparto cualquier otro día del año; la cena no será especial, porque lo que podamos comer esa noche ya lo hemos comido en otras ocasiones a lo largo de los meses anteriores; habrá regalos, pero no serán mejores que los recibidos en los cumpleaños. La única diferencia apreciable la marcará la presencia de un abeto cargado de luces, bolas de colores y adornos de madera, cristal o plástico y una maqueta representando un pueblecito judío, ambas cosas preparadas en homenaje al niño de la casa, que es el motivo de que aún celebremos esta fiesta.

Este año la Navidad me ha pillado por sorpresa. No es que el calendario no avisara, pero las sensaciones que suelen aparecer con la llegada del Adviento no han asomado, probablemente porque no lo he vivido como otras veces. Las tensiones de los últimos meses han ido minando mi ánimo hasta impedirme disfrutar de lo que otras veces me resultaba divertido: la realización de los regalos que normalmente me ocupa durante las seis o siete semanas previas al día 24.

Suelo hacer yo misma los presentes que entrego en estas fechas. Es una forma de no caer en la trampa consumista y además resulta divertido. He comprobado también que las personas que reciben mis artesanías, galletas o licores suelen sentirse tan sorprendidas como complacidas. Este año no sorprenderé ni complaceré a nadie. Por razones de diversa índole no he podido hacer nada, así que lo más artesano que recibirán mis parientes serán los envoltorios.

En realidad tengo motivos de celebración: hemos pasado por pruebas duras y las hemos superado; los problemas economicos, laborales y de salud se van resolviendo; logramos llegar al fin de año con el mismo número de personas que lo empezamos, pese a los empeños que ha puesto el 2011 en que no fuese así. El mero hecho de que por fin se acabe un año malo y empiece uno “fresco” y lleno de días sin estrenar ya es razón para la fiesta.
Pero no. No consigo encontrar el espíritu navideño, la alegría de otras veces, el placer de decorar la casa, preparar los envoltorios para los regalos, organizar las cenas y comidas de la familia... Nada consigue hacerme sentir que es Navidad, aunque no es culpa de nada o de nadie en concreto. No sé realmente a qué pueda deberse. Será quiza porque no hace aún bastante frío y no ha nevado. Será que no he horneado ni una sola galleta. Será tal vez que estoy cansada.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Una vez al año (II)

Que gastamos dinero en regalos no se discute: se gasta y mucho. Ante eso solo puedo decir ¡cada uno es responsable de su dinero! Nadie más que nosotros mismos es culpable del derroche ¿quién pidió que acostumbremos a nuestros hijos a recibir regalos caros? ¿quién educa a los niños en la idea de que una consola de videojuegos es mejor regalo que una peonza? ¿quién obliga a regalar una cámara digital en lugar de una caja de lápices de colores y papel para pintar? Que nadie me diga que "es que los amigos..." porque también nuestros hijos son "amigos" y, por lo tanto, incitadores al gasto. Los culpables somos los padres que creemos que los hijos no serán felices si no pueden presumir del último modelo de juguete eléctrónico.

Recuerdo una anécdota al respecto que a mí me curó del todo esa afición por el regalo caro: Ocurrió hace unos veinte años, siendo mi hija una niña de 6 o 7. Ese temporada se puso de moda la muñeca "Pocas-Pecas". Era graciosa y, lo más importante, era el deseo de todas las niñas de la edad de la mía. Por razones económicas no me fue posible comprar la muñeca con la suficiente antelación, así que me encontré a un paso del día de Navidad sin la deseada pepona. Visité todas las jugueterías de Madrid y movilicé a todas mis amistades sin éxito hasta que, por fin un par de días antes de la fecha fatídica, recibí una llamada de una compañera de trabajo que vivía en Ávila ¡había encontrado una! Tenía el cartón medio roto, pero la Pocas-Pecas estaba en perfecto estado y me la mandaba por courier, así que la tendría en casa esa misma tarde. Respiré traquila y, aunque me salió carísima por tener que pagar el transporte, me sentía muy feliz pensando en la carita de alegría que pondría mi niña cuando viese la muñeca. Debo decir que fue un éxito: la sonrisa que ví en aquel rostro fue luminosa y llena de dicha. Con la satisfacción del deber cumplido me retiré de la habitación, fumé un cigarrillo con mis hermanos y volví al salón donde mi hija jugaba entusiasmada... con una caja de cartón que le servía de barco. La muñeca le observaba desde el sofá, donde permanecía sola, sin ninguna niña que le hiciese caso.
En honor a la verdad diré que sí jugó mucho con ella, pero no más de lo que jugaba con las pinzas de la ropa, otro de sus juguetes favoritos.  Es igualmente cierto que nunca más volví a gastar demasiado en regalos de Reyes para mis hijos.

Tal vez el truco esté en tomar las fiestas como una excusa para estar juntos y disfrutar con ello. Un poco menos de comida, un poco más de cercanía, una sesión de Trivial Pursuit y una taza de cacao caliente... esas cosas que no hacemos nunca con los nuestros y que seguramente son el mejor regalo que podemos dar a nuestros hijos y a nosotros mismos. Al fin y al cabo ¿hay acaso algo más importante que nuestros seres queridos? Siendo así debemos alegrarnos de tener la oportunidad de estar con ellos... una vez al año.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Una vez al año (I)

Diciembre es el mes más divertido del año y el que mejor refleja lo contradictorios que somos los humanos.  Pasamos las tres primeras semanas protestando a su costa y la última celebrándolo como si no fuese a haber mañana.
Como todavía estamos en la segunda semana por todas partes se oyen quejas. Desde las  alusivas al dineral que se gastan los ayuntamientos (esas luces innecesarias de todo punto, mejor haría en invertir ese dinero en quienes realmente lo necesitan) y la gente (pagando fortunas por regalos absurdos, comida y bebida en cantidades exageradas...) hasta las más profundas relativas al hecho de  celebrar una fiesta cristiana, el nacimiento de un niño que no nació en esa fecha y que a saber si nació realmente... Por no mencionar el disgusto ante esas reuniones familiares que acaban siempre en discusión y gritos.
Este año he decidido defender a este pobre mes tan injustamente tratado. Creo que lo merece porque las fiestas navideñas son algo más que todo eso, aunque no niego que esas reclamaciones tengan su punto de razón. Pero no del todo...

Las luces, al menos en algunos lugares,  son exageradas. Realmente cuando llegan tiempos de crisis habría que ahorrar un poco y plantearse el invertir en aquellos sectores que más lo necesitan. Por supuesto que la salud o la educación son más importantes que la Nochebuena y yo propondría a los ayuntamientos españoles que hiciesen como se hace en muchos sitios de Alemania: Menos iluminación eléctrica y más faroles con velas en las puertas de las tiendas y las cafeterías. Pero quitarlas no ¡eso nunca! porque precisamente en los malos momentos es cuando más imprescindible se hace lo superficial.  La ciudad a oscuras está más fea que iluminada, da sensación de inseguridad y produce, por lo tanto, miedo. La luz provoca exactamente lo contrario, proporciona belleza y tranquilidad, que es justamente lo que se necesita, porque es lo que no se tiene.
Lo de gastar dinerales... no es obligatorio y son muchas las familias que no caen en esa trampa. Quienes sí invierten su dinero en celebraciones son aquellos que desean hacerlo. Cada familia sabe cuánto puede destinar a las fiestas y se amolda a ello. Al menos yo no conozco a nadie que pida un crédito para las cenas festivas.
A cambio de ese desembolso tendrán una reunión familiar en la que tal vez surjan discusiones, incluso peleas graves. "Tal vez", no hay garantías de que la cena termine en bronca. Lo que sí es seguro es que la familia, quizá también algún amigo, se reunirá para hacer algo juntos ¿Un argumento tonto? Quien lo crea así tal vez debería vivir lejos de sus seres queridos una temporada; irse a otro país, lo bastante lejano como para que estar con la familia y los amigos sea una excepción; pasar por instantes, buenos o malos, desear compartirlos y darse cuenta que solo el teléfono o el mensaje en la web permiten hacerlo; descubrir que los hermanos y amigos tienen problemas y no se les puede ayudar; notar que los padres envejecen, enferman o mueren sin posibilidades de despedirse de ellos; tener solo un día al año para tocar a quien quieres... o para pelear con ellos, que a veces es lo más divertido. Seguramente así cambiaría la opinión respecto a ese "dispendio" anual que es la comida de Navidad.
En cuanto al aspecto religioso, seamos realistas ¡solo los curas celebran la Navidad como festividad católica! ¿Cuántos de nosotros vamos a la Misa del Gallo? ¿o a cualquier otra misa? La Navidad es una orgía de comida y borracheras, la Nochevieja otra, con más bebida aún y el añadido de las uvas, las serpentinas y los gritos de ¡feliz Año Nuevo! lanzados con voz pastosa por la ingesta de cava, vino y cualquier otro licor que se acerque a nuestras manos; basta ver cómo en otros paises celebran en Navidad y Año Nuevo, mientras nosotros lo hacemos en Nochebuena y Nochevieja, que la noche es más propicia para la borrachera ¡dónde va a parar! En cuanto a los Reyes Magos... estos tres personajes merecen renglón aparte.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Celebrando a Mark Twain

Desde que aprendí a leer, y aprendí siendo muy pequeña, siempre he tenido un libro entre las manos.  En mi familia se me considera la "lectora oficial" porque es raro verme hacer otra cosa. Tengo otras aficiones, pero la lectura es la más importante de todas y la que más practico. Siempre tengo un libro a mano, incluso cuando salgo a hacer la compra llevo uno en el bolso.  Puede ser una novela, un poemario o, ahora que me he convertido en universitaria, un libro de texto.  Me gusta casi cualquier tipo de lectura aunque algunas son especiales para mí, por diferentes razones.

Hoy que se ha celebrado el aniversario del nacimiento de Mark Twain (en 1835) y el de Jonathan Swift (en 1667) así como el de la muerte de Oscar Wilde (en 1900) no he podido evitar pensar en lo que estos tres escritores han significado en mi vida. Twain y Wilde son dos de mis escritores preferidos y Swift me ha proporcionado horas de placer con esos fabulosos viajes que llevaron a su doctor Gulliver a conocer lugares tan increibles y de nombres tan evocadores como Liliput, Balnibarbi, Laputa o Glubbubdrib, entre otros, así como esos personajes que acabarían prestando su nombre a un buscador de internet,  los vulgares yahoo, que tanto irritaban a los sabios houyhnhnm.

El primero que conocí de ellos tres fue Oscar Wilde gracias a su cuento El gigante egoista. Nunca he olvidado a ese gigantón malhumorado que gracias a la magia del amor vuelve a ver su jardín lleno de flores después de muchos años de tenerlo como un erial. Luego vinieron otros cuentos y novelas, hasta que tuve edad de acercarme a la maravillosa Salomé. He de confesar que mi favorito siempre será ese tierno fantasma que, tras ser martirizado por unos descreidos niños americanos, logra la liberación gracias al cariño y el esfuerzo de la hermana de sus torturadores.

Mark Twain. Escribo su nombre y, automáticamente, sonrío. Si yo tuviese que calificar a alguien de "mi gurú personal", el maestro que me ha enseñado y dirigido desde que era pequeña hasta hoy, ese sería el nombre que pronunciaría.

Para muchas personas Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn son probablemente los únicos libros que conocen de Twain. Algunos, algo más leidos, tal vez lleguen a Un yanki en la corte del rey Arturo.  Yo tuve la suerte de crecer en una casa en que las obras completas de mi querido Samuel Clemens ocupaban un lugar de honor y con un padre que siempre me permitió husmear en todos los libros de su biblioteca, así que pude leer casi todo lo que había escrito muy pronto. Prácticamente puedo presumir de haber aprendido a leer con sus cuentos.

Me hizo reir hasta las lágrimas con los diálogos imposibles de los policías encargados de resolver El robo del elefante blanco y me emocionó con Los diarios de Adán y Eva. Me tuvo más tiempo del necesario, porque las carcajadas me impedían leer con fluidez,  custodiando un queso que viajaba dentro de un ataud, mientras iba minando la salud y la alegría de vivir del encargado del traslado del féretro, junto a un conductor de tren que pasaba el viaje acrecentando la categoría social del queso, al tiempo que lo hacía la intensidad aromática del mismo. Me señaló el camino correcto que debería seguir en mi vida (el del mal, por supuesto) con sus Historia del niño bueno e Historia del niño malo. Y ¿qué puedo decir de esos aguerridos voluntarios sureños que ante el requerimiento de su jefe de ir a pelear contra los "yankees" contestan "como un solo hombre y en los términos que se esperaba que lo hicieran,  que si quiere ir a luchar... que vaya él"?

Con el tiempo descubrí que muchas de las frases que repetimos hoy en día, convertidas ya en proverbios, son suyas: Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no; Cuando yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años; El paraíso lo prefiero por el clima, el infierno por la compañía; Un banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y nos lo exige cuando empieza a llover.

He leído muchos libros y he conocido muchos autores en mi vida y entre ellos hay varios que han sido importantes para mí, pero pocos han llenado mi alma como lo ha hecho Mark Twain.  Quizá porque siempre hay en sus obras un trasfondo de verdad, pero dicho con humor, que es como mejor se aprenden las cosas.  Los años me han enseñado que es difícil olvidar a quien nos hace llorar, pero aún más difícil es no amar a quien nos hace reir. 
Y es que, como el mismo Twain decía,

La raza humana tiene un arma verdaderamente eficaz: la risa

jueves, 24 de noviembre de 2011

Día del niño

Hoy es el día del niño. No de cualquier niño, solo del mío. Los miércoles sale más temprano del colegio, así que nos dedicamos a convivir.
Vivimos tan ocupados que apenas tenemos tiempo para invertir en lo que de verdad es importante. La familia, sobre todo los niños, queda siempre en un segundo plano, desplazados por las tareas diarias, así que no hay más remedio que hacer un hueco y respetarlo a rajatabla. En mi casa hay tres citas semanales ineludibles: Los jueves tenemos sesión de vídeo, los sábados padre e hijo hacen deporte y los miércoles son nuestro día. Así vamos creando unas parcelas especiales, unos mundos pequeños en los que nos encontramos unos con otros y que disfrutamos todos por igual.

Hace ya mucho tiempo que el niño y yo acordamos tácitamente el reparto de tareas: Él elige dónde comemos, si tomamos café o no y si nos trasladamos en autobús, taxi o a pie. Mi parte es decir que sí a todo y pagar cuando sea preciso.
Hoy nos ha tocado comer pescado, tomar café (yo) y tarta de chocolate con plátanos (él)  además de viajar en taxi. Mientras comíamos hemos charlado, gastado bromas y, como todo los miércoles, nos hemos reido mucho.
Lo mejor de toda la tarde ha sido descubrir la decoración navideña que ya está en los escaparates y colgando entre los edificios de la zona peatonal. Después de ello ya no ha dejado de hablar de fuegos artificiales, uvas, San Nicolás y nieve. Si tuviera que resumir el concepto de "Navidad" que tiene mi hijo con esas palabras sería suficiente. Lo que más le gusta de esas fiestas son los fuegos de la noche de fin de año y considera las uvas como el paso necesario para llegar a ellos. Ni siquiera los regalos que le traen Santa Claus y los Reyes Magos le parecen tan interesantes como esas luces coloreadas y ruidosas ascendiendo e iluminando el cielo.

A patir de esta semana y durante un mes no tendremos otro tema de conversación. Las palabras "fuegos"y "luces", los nombres de los colores, las reproducciones casi perfectas del sonido que hacen los cohetes al subir y explotar, se van a convertir en las más pronunciadas los próximos treinta y siete días, así que nuestra cita semanal se transformará en la cuenta atrás hasta el fin de año.
Cuando volvimos a casa estaba tan agotado que apenas le dió tiempo de comer  algo y ducharse antes de caer sobre la cama y quedar dormido.

Le miré durante un rato, porque no hay nada más bello que un niño durmiendo. Esa imagen devuelve la fé en el ser humano.

Durmiendo, claro, porque cuando están despiertos es otro cantar. Pero de eso ya hablaré en otra ocasión.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Giulia

Lo primero que llamaba la atención eran sus ojos, de un azul intenso, como el del cielo en los días despejados y luminosos del verano. Su rostro, enmarcado por un cabello del color del trigo y rizos recogidos siempre en una coleta sobre la nuca. Su cara era tan linda que mirándola uno se olvidaba de la silla de ruedas en que se sentaba y de la discapacidad que provocaba, entre otras cosas,  el que apenas pudiera hacer nada sin ayuda. Ni siquiera sabía hablar, pero ella se las arreglaba para comunicarse, pese a todos los incovenientes, y lograba hacerse entender.

Cuando yo visitaba el colegio solía tomar mi mano derecha y, tras confirmar que su reloj favorito estaba allí, me lo hacía quitar para jugar con él hasta que me marchaba de nuevo ¡Y menudo enfado sentía si llevaba el "equivocado"! Tenía que ser el de la correa roja que, teniendo en cuenta lo que hacía con él, debía tener mejor sabor que los otros. Siempre me lo devolvía lleno de babas e imposible de colocar en la muñeca hasta muchas horas después.

No le gustaba jugar con los otros niños porque eran demasiado ruidosos y se movian con excesiva rapidez, así que escogió como compañero a Yago, que en ese aspecto era de su misma opinión. Se sentaban cerca el uno de la otra, sin hablarse más que cuando era imprescindible. Podían pasar horas así: Jugando cada uno de ellos a sus juegos privados, pero muy cercanos.

Este curso tuvieron que separarse porque la niña debía ir a otro centro, donde recibiría las atenciones específicas que necesitaba, así que el niño volvía del colegio cada día preguntando cuándo volvería su amiguita. Para calmarle un poco le explicamos que ella tenía que ir a otro lugar, donde aprendería cosas nuevas y que algún día quedaríamos con ella para merendar juntos y que nos contase cómo es la nueva escuela.

Ya no tendremos la oportunidad de encontrarnos con ella y su mamá. Ahora solo podemos despedirnos y desear que de verdad haya un cielo. Que sea cierto que las almas puras se convierten en ángeles y no vuelven a sentir dolor ni tienen discapacidades de ningún tipo. Porque nuestra pequeña amiga acaba de morir.

Se llamaba Giulia y tenía doce años.

jueves, 17 de noviembre de 2011

La amistad que nunca lo fue

Para Rosa; hermana, hija, consejera, siempre una inspiración... Amiga que sí lo es.

Miraba las olas sin verlas. Tenía el rostro húmedo y salado aunque ella misma no sabía si era de lágrimas o de mar.  Ya no sabía nada. Solo dos palabras y el mundo entero había cambiado; se secaron las hojas en los árboles, la temperatura bajó hasta helarlo todo, las nubes encerraron al cielo en una capa gris. Todo empezó a morir al oirlas. Ella empezó a morir al oirlas.

Apenas unos meses antes aún salían de los labios de él palabras dulces, protestas de amor y amistad eternas: "Te quiero con toda mi alma", "eres mi diosa", "nunca te dejaré".  Todas esas frases hechas que los amantes se dedican en momentos especiales y que en realidad no son sino un intento de explicar el calor y la ternura que sienten. En su caso esos instantes estaban llegando a su fin, pese a que apenas comenzaban a nacer.
Ella no lo sabía aun, pero un día llegaría a comprender que en él no había sinceridad, que no había asomo de verdad ni en las comas de sus frases. Entonces lo desconocía y se dejaba acariciar el oído por la dulzura vacía, por el sonido de una voz engañosa. No es que el mintiera, al menos no de manera consciente. Él creía lo que decía, pero creer no es sinónimo de sentir. 
En cambio ella le quería intensamente. No era el tipo de amor que se siente por un amante sino el que inspiran aquellos que entrando en nuestras vidas se convierten en parte fundamental de la misma: Le amaba como a sí misma, porque él era parte de ella. Lo malo es que ella no era parte de él.
Fue cuestión de apenas unas horas el que la ternura se transformase en rudeza y el amor en despego. Un día le dijo "Me gusta viajar a solas contigo... Eso me basta y me colma." y apenas una semana después le dió la espalda a sus propias palabras y comenzó a tratarla como a una más de las muchas personas que conocía.
Al principio se sintió sorprendida por ese modo de actuar, después dolida y, por fin decidió hablar con él. "Yo soy el mismo de siempre", dijo. Luego añadió "por ahora estoy resolviendo ciertos borrones de tinta en mi pozo más profundo." Una vez más ella leyó entre líneas y volvió a ver lo mismo que había observado en las últimas semanas: Desamor y mentiras.  No había encontrado aún la excusa que necesitaba para deshacerse de ella, así que se limitaba a dar razones absurdas para un despego que no podía explicar sin decir y decirse la verdad; que ya no le interesaba esa amistad, que el tiempo de la poesía había llegado a su fin, que ahora solo quería canto y baile, que ella le sobraba.
Lo sabía, lo sentía cada vez que él le miraba o le hablaba, pero no quería aceptarlo. Pensaba que él necesitaba tiempo, que no podía ser que una persona diera tanto amor un día y tanto desprecio el siguiente. Pensaba en él como en alguien digno de confianza, un amigo leal y una buena persona. Aturdida por las vivencias de los meses anteriores, con el corazón lleno de amor hacia él y de añoranza por su ausencia, trataba de convencerse de que él decía la verdad, que era algo circunstancial, que algún día volvería a la normalidad de su relación anterior.
Quien dice que el amor es ciego se equivoca: El amor no es ciego, puesto que nos deja ver lo bueno y lo malo de nuestras relaciones. En realidad es tonto, idiota sin remedio, porque, pese a verlo todo, se niega a aceptarlo, se da excusas absurdas y objeciones sin sentido tratando de justificar lo injustificable. Nos damos cuenta de que el objeto de nuestro amor no nos corresponde, y preferimos pensar que está pasando por un mal momento. Sentimos cómo nuestro corazón se va desgarrando de pena pero nos aferramos a la ilusión de que todo se arreglará. No puede ser de otra forma ¿cómo no se va a dar cuenta el otro de la fuerza de nuestros sentimientos? ¿cómo va a ser que no sienta un poco al menos, cuando nosotros sentimos tanto?
Él se fue a vivir su vida y ella quedó allí sola, preguntándose por qué razón, si habían tenido tanta confianza, si habían compartido todo el contenido de sus corazones, si se habían convertido en amigos, ahora no podía acompañarle en ese "camino marcadísimo" que iba a recorrer.
Fue entonces cuando comenzó a pensar que tal vez había puesto demasiado empeño en algo que probablemente estaba perdido desde el principio.
Cuando se conocieron él era simplemente uno más de entre tantos. Ni siquiera le parecía más simpático que el resto de los compañeros de grupo. Le hizo gracia por su forma de hablar cariñosa y dulce y comenzó a conversar con él.
Esas charlas fueron haciendose más intensas y largas, hasta convertirse en noches enteras de intercambio de confidencias.  Poco a poco y gracias a las coincidencias de aficiones y gustos fueron intimando y ella comenzó a rendirse al encanto medio aniñado de él. Su amistad crecía y, con ella, el afecto. Ella le abrió el corazón y lo adoptó, al tiempo que se dejaba domesticar por él. Él ¿quién sabe? Tal vez le resultaba halagador el tener a alguien que leía sus poemas y los alababa, alguien que le admiraba y se lo decía.  Seguramente no sentía cariño. Al menos no lo demostró cuando llegó el momento.
La amistad se basa siempre en el amor por el otro. Por eso se lucha por conservarla, como se lucha por la pareja cuando la relación da los últimos coletazos. Cuando nos sentimos traicionados por un amigo tratamos de hablar con él, de aclarar las cosas. Damos nuestros argumentos y escuchamos los suyos esperando una excusa convincente que nos permita superar el mal momento y seguir adelante junto a esa persona que, por ser amigo, tan importante es en nuestra vida. Ese ser al que le pedimos perdón, aún cuando no tenemos consciencia de haber hecho nada malo, porque valoramos más su amistad que nuestro orgullo. Él no lo hizo.
Ella aún se preguntó mucho tiempo qué era lo que le había enojado hasta ese punto: Sacarla de su vida, como si nunca hubiera existido, con odio, con insultos y sin atender a nada que ella pudiera decir. Solo tras ser preguntado varias veces dió un par de argumentos, no falsos, pero si inexactos y se fue. Sin más, sin importarle nada, probablemente porque nunca le importó.

Ahora estaba allí, dolida por la injusticia, por la traición y, por encima de todo, por haber sido tan torpe como para entregar su afecto a quien no lo merecía; porque se dejó llevar por el corazón, pese a saber que solo el cerebro sabe lo que realmente nos conviene; por saber que, daba igual qué hubiera ocurrido, le querría siempre. Porque aunque él jamás le hubiese dado su cariño ella sí se lo dió a él y ahora no sabía como recuperarlo. No a él, que eso no tenía arreglo: Quería recobrar el amor, el tiempo, todo lo que invirtió en esa relación para echarlo a una pira y cuando fuera solo cenizas enterrarla en el cementerio de las palabras malditas, entre la tumba de los corazones rotos y la de la amistad que nunca lo fue.

martes, 15 de noviembre de 2011

140 caracteres de soledad

Hoy he escrito una carta. Para la gente menor de 30 años explicaré que una carta es el resultado de plasmar los pensamientos, las novedades o, sencillamente, los saludos a conocidos, en ¡pásmense! una hoja de papel. Exactamente: De ese material con que se fabrican las servilletas, los pósters de Spiderman y las guías de teléfono.

Para mayor admiración de propios y extraños diré que se utiliza como herramienta un bolígrafo. Si, hombre, claro que han visto alguno. Esos tubitos negros que hay en los bancos sujetos con una cadena y que se usan para firmar las hipotecas.

Aún habrá quien no entienda de qué hablo porque para muchos de nosotros el papel y el lápiz tienen un aire tan arcaico como la pluma de ganso, la tablilla de cera o el papiro. En lo que se refiere a las cartas... ¡en fin! ¿quién escribe hoy día más de diez líneas? Y eso en los ratos productivos.

La forma de comunicarnos en estos tiempos es, naturalmente, a través del internet y, más concretamente, de las redes sociales. Dos líneas, tres quizá. Una frase sin sujeto, comenzada por un gerundio y rematada con aire ¿A mí que me importa que ese señor empiece su jornada "leyendo el periódico y tomando café"? Primero que yo a ese hombre no le conozco de nada: Por mí como si lee las instruciones de la licuadora y toma cianuro. Y segundo ¿qué mérito tiene que comience el día así? ¿Pues no es como lo empieza medio mundo?

Las cartas son otra cosa. En ellas se relatan con detalle todas las situaciones que hemos debido afrontar y los sentimientos que nos han provocado. Vaciamos en ellas todo lo que nos ha conmovido el alma, tanto si ha sido placentero como si nos ha herido.

Las dirigimos a personas que saben leernos, que no malinterpretan nada, precisamente porque también saben escribir, porque ellos redactan cartas en las que ponen el corazón. Personas que observan lo que se encuentra entre las líneas y son capaces de ver más allá de las meras palabras dibujadas sobre la blancura. Seres que aprenden a conocernos y se dan a conocer abriéndose completamente, dando y recibiendo amor. Creando Amistad, en mayúsculas.

Los acostumbrados a comunicarnos en el espacio reducido que nos prestan las redes nos olvidamos de cómo hay que leer. Un saludo mandado por educación puede desatar una pasión desenfrenada y una queja enviada en un día de tristeza puede significar la expulsión del grupo. Ser humano no está bien visto en el mundo virtual, no se pueden tener sentimientos negativos. El lema es “sonríe y traga, o vete”.

Nos enorgullecemos de que nos siga x cantidad de gente y de seguir a otros tantos, pero luego tenemos que crear un blog para tener a quien contar nuestras cosas, para desahogarnos cuando estamos tristes o alegrarnos en los ratos de buen humor,  porque de esos seguidores ni uno solo es un amigo.  Porque ni uno de ellos nos escuchará cuando tengamos algo que decir, ni nos secará una lágrima, ni nos dará una palmada de ánimo. Conocemos más gente que nunca y estamos más solos de lo que hemos estado jamás.

Y mejor no escribir mucho sobre ello, que si la entrada del blog es muy larga nadie la leerá.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Hablando de bajar escaleras...

Por enésima vez miró al techo. No ha cambiado mucho desde la última, salvo por una araña que estaba en una esquina y ahora se encuentra cerca de la lámpara.
En condiciones normales yo hubiera pegado un salto tan alto como los de un Watusi en su danza, seguido de una carrera enloquecida buscando un cartón o algo similar con que recoger al bicho y, sin tocarlo por si muerde, trasladarlo hasta el jardín, entre escalofríos por haber tenido que enfrentarme a tan peligroso animal, donde lo dejaría con la esperanza de no tener que volver a vivir semejante experiencia en lo que me queda de vida.
Hoy no lo he hecho. No es que me haya convertido en valiente durante la noche: Es que no puedo andar ni, mucho menos, saltar o correr.
Un pequeño accidente casero me tiene encadenada a un sofa en el que un montón de almohadones me ayuda a mantener la postura adecuada. "Adecuada" según mi médico, porque en mi opinión esta postura no se adecúa a nada, salvo a la observación de las peripecias arañiles en el techo de mi cuarto.
Ya que no puedo leer, estudiar, escribir o tocar el piano, me dedico a la única opción disponible: A pensar.
Lo primero que pienso es que he tenido mucha suerte, por extraño que suene viniendo de alguien que apenas puede moverse. Sí, he tenido mucha suerte, repito, porque estas molestias son circunstanciales: En unos días volveré a andar, correr y pegar saltos horrorizada al encontrar una araña en mi camino. Podría haber sido muy diferente. Dadas las circunstancias del accidente ahora quizá estuviera contando que he quedado parapléjica o algunos conocidos estarían contándose la historia de "esa pobre mujer, fíjate. Si es que no somos nadie".
Eso no cura los dolores, claro, pero no deja de ser un consuelo. La esperanza de que todo irá mejor en unos días más o menos próximos ayuda aceptar lo desagradable de los actuales. Desde luego no seré yo quien llore por mis zapatos mientras me queden los pies... por mucho que los callos me estén matando.
También pienso en mis estudios, mi familia y amigos. Sobre todo en mis relaciones con esos tres pilares tan importantes para mí. En todos esos campos tengo cosas a medias que deben ser aclaradas cuanto antes, porque si algo he sacado en claro de esta situación es que hoy estoy y puedo hacer cosas. Mañana quizá sea tarde, porque tal vez ya no esté. Encontrarse a un lado u otro de la frontera depende de un solo paso. O de un resbalón en la escalera.

domingo, 30 de octubre de 2011

Volver a empezar (y IV)

La tienda estaba llena de gente y Lola paseaba entre ellos repartiendo sonrisas, pendiente de que todos tuvieran algo para beber, parando ante este o aquel grupo para cruzar unas palabras de agradecimiento por su presencia en la reinaguración de la librería.

Lo había logrado. Superó el infarto, la separación y dejó atrás los problemas legales, con mucho esfuerzo pero también con muchas ganas de mantener su negocio con vida. Lo peor había sido el encarar a Carlos por dos veces en los tribunales. Por una parte su divorcio, por la otra la estafa. Ante la audiencia por la causa de desfalco exculpó a Lola, reconociendo que había actuado solo y asumiendo toda la responsabilidad. No lo hizo por afecto o cargo de conciencia. Sencillamente ello le permitió llegar a un acuerdo con la fiscalía para no ir a la cárcel. Al final se libraría pagando una multa que tal vez no llegase a abonar nunca, puesto que por el momento estaba sin trabajo.
El divorcio resultó más complicado. Su exmarido hizo lo que pudo por impedirlo, negándose a cualquier tipo de acuerdo. Ella pensaba que él se sentía asustado ante la idea de vivir en soledad, de empezar de nuevo sin tener el apoyo de alguien. Luego cambió de estrategia: Aceptaba el divorcio, pero si ella le pasaba una pensión para vivir y le permitía compartir el domicilio matrimonial. Ella se negó, por supuesto y tuvo la suerte de tener el mejor abogado de los dos. La vivienda se la quedó ella, puesto que era de su propiedad antes de casarse y no entraba en los gananciales. En cuanto a la librería, que sí era de los dos, tras mucho tira y afloja, le compró su parte. Para Lola era doloroso tener que pagar a quien había provocado la ruina de su negocio, pero en aquel momento hubiese hecho lo que fuera por sacar de su entorno a Carlos.
En cuanto se resolvieron los juicios comenzó a trabajar de nuevo para reabrir la tienda. Lo había decidido unos meses antes, tras su primera visita a la tienda después del infarto.
Cuando atravesó la puerta de la librería apenas pudo dar unos pasos de tanto como le temblaban las piernas. Apoyó la espalda contra la pared, se deslizó hasta quedar sentada en el suelo y rompió a llorar amargamente.
No recordaba cuánto tiempo pasó sollozando, pero sí que, de repente, se vió a sí misma con el rostro cubierto de lágrimas, abrazada a sus piernas y pensando en lo desgraciada que era y no le gustó esa imagen. Secándose las mejillas miró a su alrededor y descubrió que no quería desprenderse de su negocio, así que se prometió a sí misma que volvería a levantar la librería y que volvería a vivir de su trabajo allí. No estaba dispuesta a renunciar a su sueño.
Ahora estaba allí, rodeada de amigos, celebrando la reapertura de la librería. Se acercó a un grupo en el que le presentaron a un hombre desconocido para ella, pero cuyo rostro le resultaba familiar, aunque no lograba recordar dónde le había visto antes. Pensó que probablemente sería un antiguo cliente. Había pasado tanta gente por la tienda en la etapa anterior que a veces le parecía conocer a toda la ciudad, por lo menos de vista.
Resultó ser una persona amable y culta con quien simpatizó enseguida. Sostuvieron una charla muy agradable y quedaron para verse otro día para continuar su conversación con más tranquilidad.
Al separarse de él y dirigirse a otro corrillo se le escapó una sonrisa. Con el negocio en marcha, su casa para ella sola y con las riendas de su vida en sus propias manos le parecía que esta realmente volvía a empezar.


***************

Miguel salió de casa silbando entre dientes. Iba a acudir a la que sería su primera cita desde hacía meses concertada por él mismo y con una mujer a la que había conocido sin que su hermano interviniese.
En cuanto le quitaron los vendajes Andrés decidió que ya estaba "maduro para relacionarse con el hembraje", según sus propias palabras, que más parecían sacadas de un tango, y comenzó a presentarle a todas sus amigas. Incluso le preparó encuentros con compañeras de trabajo y hasta con perfectas desconocidas a las que encontraba casualmente en los locales donde solía acudir los fines de semana.
Al principio se nego en redondo. Tenía más interés en conseguir trabajo y, sobre todo, en recuperarse de las lesiones tanto físicas como mentales. La pierna, sobre todo, le estaba dando mucho trabajo. Todavía cojeaba levemente al andar, pese a que ya hacía meses que le habían quitado los vendajes y había conseguido el alta definitiva.
Con el tiempo comenzó a aceptar alguna que otra cita, pero no había cuajado nada. Seguía con el ánimo dolorido y le había quedado una gran desconfianza hacia las mujeres. También esos sentimientos fueron calmándose con el tiempo y ahora se notaba realmente preparado para iniciar una relación.
Había sido un proceso largo, pero en cuanto logró un nuevo puesto de trabajo todo empezó a funcionar mejor.
Prorrogó su estancia en casa de su hermano hasta que descubrió un pequeño estudio en la última planta de la finca en que Andrés vivía que se acomodaba perfectamente a sus necesidades. Lo alquiló, y se mudó a vivir en él, aunque pasaba muchas horas en el apartamento.
Las charlas diarias con su hermano se habían convertido en imprescindibles para ambos, así que todas las tardes, tras la jornada laboral, se reunía con Andrés, cenaban juntos y se contaban lo que habían hecho durante el día, hablaban de deportes, política, mujeres... Todo cuanto les preocupase o interesara iba surgiendo una velada tras otra.
Así, entre copas de vino y palabras, fue curando su alma y disponiéndose a revivir del todo.
Tenía un buen trabajo, casa propia, su hermano cerca e iba a tener una cita con una mujer encantadora. La vida volvía a sonreirle y el le devolvía la sonrisa.
El intento de suicidio quedó lejos y le parecía increible haber sentido alguna vez el deseo de matarse.
Además de haber logrado un divorcio rápido había conseguido trabajo y techo propio. Decidió que era hora de comenzar a disfutar de la vida.
Un amigo le invitó a la inauguración de una librería cercana y decidió acompañarle. Su amigo resultó serlo también de la dueña de la tienda y se la presentó durancte el acto. Entre ambos surgió una corriente de simpatía inmediata. Parecía como si ya se conocieran de antes, como si ambos hubieran vivido experiencias similares, por la rapidez con que se estableció la conexión entre los dos. Concertaron una cita, a la que acudía en ese momento.
Cuando llegó al punto de encuentro y vió a Lola pensó que el destino ponía en su camino una oportunidad que no debía desaprovechar y decidió disfrutarla con toda su energía.
Le parecía que, ahora sí, su vida volvía a empezar.

domingo, 23 de octubre de 2011

Amor no es un dios griego (Para una rosa cuyo perfume atraviesa continentes)



Si preguntamos a la gente cuál es el sentimiento más importante, probablemente contestarían que el amor. Si a renglón seguido les pidieramos que lo definieran, muchos se sentirían incapaces y alguno que otro nos daría una explicación en la que aparecerían palabras como hombre, mujer, corazón, celos, sexo y otras por el estilo. Esto sucede porque normalmente se asocia el amor con las relaciones de pareja y olvidamos todos los derroteros que pueden tomar los afectos.


El amor es una afinidad que surge entre seres o entre un ser y un objeto o varios y que no siempre tiene una connotación sexual: Amamos nuestros libros, a nuestros hijos o nuestra casa y en ninguna de estas relaciones hay atisbos de sexo.


Claro que hay relaciones en las que el sexo sí ocupa un lugar. De honor, me atrevería a añadir ¿qué sería de las parejas, novios, esposos, sin el sexo? El erotismo, como la lengua según el lema de la Academia, limpia, fija y da esplendor. No hay nada más perfecto que practicarlo con alguien que nos conozca bien, cuyo cuerpo no tenga secretos para nosotros y al que podamos entregar el nuestro sin reparos. Seguramente por eso a las relaciones no esporádicas, las que mantienen parejas establecidas, se les llama "hacer el amor", tan unidos están ambos conceptos en nuestra mente.


El sexo tiene un componente catártico, de ahí el haber escrito que "limpia". Ocurre a veces que el climax viene acompañado de un intenso deseo de llorar o de gritar, de echar fuera de nosotros el dolor, la frustración, la tristeza. Después de ese momento nos sentimos mucho mejor, más relajados espiritualmente.


Nunca entenderé porqué algunas religiones demonizan el sexo, cuando este siempre nos acerca al cielo. No me refiero a lo agradable que pueda ser desde un aspecto físico, sino a que nos tranquiliza, nos ayuda a calmar otras pasiones, sobre todo las negativas, los estados depresivos se aminoran, llegando incluso a desaparecer y nos resulta más fácil ser amables y compasivos con los demás. Tras un orgasmo todos somos más buenos.


En la tradición hindú el sexo (Kama) es uno de los propositos de la vida, tan importante como los otros tres: Dharma o acción correcta; Artha, la obtención de bienes y Moksa, la liberación. En esta filosofía se enseña que esa "liberación" contiene los otros tres principios. Para acceder a ella hay que incluirlos en nuestras vidas: Obrar bien, disfrutar de una economía saneada y practicar el sexo.
El libro más importante de los que aluden al Kama es el famoso Kāma Sutra, cuyo título significa aforismos de la sexualidad y en él se habla de las relaciones entre hombre y mujeres. Aunque lo más popular del mismo sea el capítulo en que se refiere a las posiciones sexuales, no era esta la intención de su autor, Vatsiaiana, quien pretendía hacer de las prácticas sexuales algo profundo y encaminado al Moksa. Es decir, lo mismo que pensamos nosotros, solo que suena mucho más exótico dicho en sánscrito.



Del amor sin sexo o el sexo sin amor también se pueden decir muchas cosas, la mayoría positivas, pero los dejaremos para otra ocasión. De momento me conformo con recordar que el sexo es importante desde el nacimiento y que solo tiene tres reglas que cumplir:
Si compartes el erotismo con otro u otros, respétalos y hazte respetar.
Si lo practicas solo, haz lo que quieras.
En cualquier caso, disfrútalo.

A mis preocupados amigos

Mi última entrada en el blog ha causado una terrible conmoción entre mis amigos ¡nunca había recibido tantos mensajes como resultado de una publicación! y, salvo uno, todos me han escrito o telefoneado terriblemente preocupados por mí, mi salud mental y mis aparentes deseos de morir, así que me gustaría aclarar algunos puntos.
Escribir sobre la muerte no es invocarla, es prepararse para aceptar lo que llegue... cuando llegue.
Una vez puesto esto en claro os pediría que releyerais lo escrito, esta vez más despacio y fijándoos bien en lo que dice el texto. Quizá así os deis cuenta de que hablo de aprovechar bien el tiempo, de hacer cosas, de no renunciar a la realización de los sueños. En suma, de sacar el jugo a cada minuto.
Porque nunca se sabe lo que traerá el día siguiente, recomiendo vivir el presente, disfrutándolo, paladeando todo lo que nos vaya ofreciendo.
Yo no quiero morirme nunca. Lo que de verdad me gustaría es que algún dios se enamorase de mí, como Eos de Titono, y me concediese la inmortalidad (¡que no se olvide esta vez de dejarme también la juventud, por favor!), pero mientras espero el milagro prefiero prepararme, que parece que los dioses ya no andan paseando por la tierra, así que tengo pocas posibilidades de lograr algún regalo de ellos.
Una amiga muy querida calificó la entrada de triste, aunque yo no creo que tenga razón. Lo sería si se convirtiera en la excusa para hundirme en la desesperación y sentarme en un rincón a esperar lo inevitable. Al contrario: Se trata precisamente de mirar el presente con optimismo, de deleitarse con un buen libro, de apasionarse por ese actor tan guapo, de reir a carcajadas y soñar con las cosas buenas que vamos a conseguir, de no dejarnos vencer por los malos momentos, de abrir los brazos a la buena gente que vamos conociendo... se trata de Vivir, en mayúsculas.
La vida es hermosa, incluso cuando ocurren cosas feas. Y, por encima de todo, es singular: Esta vida o ninguna. No soy tan tonta como para pensar siquiera en deshacerme de la única oportunidad que voy a tener de disfrutarla

sábado, 22 de octubre de 2011

Divagando al bajar la escalera



Cuando se llega a la mitad de la vida lo primero que se piensa es que ojalá lo fuese de verdad. Porque lo que llamamos "mitad de la vida" son los cincuenta años y, seamos realistas, poca gente de cincuenta años vivirá otros cincuenta más.

Yo, particularmente, no creo que viva otros veinte. No es que mi vida sea insana del todo, pero nadie me pondría de ejemplo para futuras generaciones; fumo, bebo exclusivamente cola, té y café, no como apenas y duermo, cuando consigo dormir, cuatro o cinco horas por día.
Varios familiares cercanos enfermos de cáncer y un par de víctimas de problemas respiratorios, por no mencionar los cardiacos avalan mi argumento.

En pocas palabras, que ya empiezo a bajar la escalera. A partir de ahora descubriré cada día una nueva arruga, perderé vista y hasta oído, mis movimientos se harán lentos y, si doy con la gente adecuada, me cederán el asiento en el autobús.
Viviré un apagarse tontamente, hasta que llegue el día en que se me olvide respirar y vayamos de entierro. Mi entierro. Y sí, vayamos. Yo también iré ¡qué remedio! Lo que pasa es que no lo disfrutaré tanto como el resto de asistentes.
Hasta eso tiene un punto absurdo: Uno va a su propio entierro, es el protagonista del evento y no puede gozar de su momento de gloria. Es una faena que para una vez que nos dejan pasar al principio de la cola no nos haya de servir más que para ser cubiertos de tierra.
Estos pensamientos parecen muy negros y más de uno preferiría hablar de otros temas, pero son inevitables en ciertos momentos de la vida. Sobre todo cuando se tiene la tendencia a vivir en el futuro que yo tengo. Cuando era pequeña soñaba con todo lo que iba a hacer al cumplir la mayoría de edad. Al llegar está comencé a hacer los planes para los siguientes veinte años y ahora, que por más que miro no veo futuro para mí, planeo lo que habrá de ocurrir cuando me muera.
Por supuesto que mis planes no son para el mundo en general, solo para mi cuerpo, mi familia y mis bienes. Para mi cuerpo no tengo intenciones complicadas. Al fin y al cabo cuando llegue el momento estará lo bastante arrugado por el uso como para tirarlo sin pensar demasiado sobre ello.
Supongo que después de muerta me dará lo mismo, pero ahora pediría que me incineren. Es que no soporto a los gusanos y el imaginar mi cuerpo cubierto de ellos ¿qué puedo decir? Será muy ecológico, pero me parece asqueroso.
En cuanto a mi familia, se las apañarán bien sin mí. Solo me preocupa el niño, pero creo que tiene suficiente gente a su alrededor que le quiere y se preocupará por su bienestar. Lo único que deseo es que no lloren mucho, que vivan sus vidas lo mejor posible y que se esfuercen por ser felices cada día, porque hay cosas que no se deben dejar para mañana. Manaña siempre es demasiado tarde.
En lo que respecta a mis bienes, que se los repartan. A mí me va a dar igual. Sí me gustaría que traten con cariño a mis libros y que cuiden a Sir Reginald, que parece un conejo de peluche normal y corriente, pero está cubierto de abrazos, caricias, risas y lágrimas y si es verdad que la energía no desaparece, la mayor parte de la mía está metida entre la trama del tejido con que esta hecho.
A mis amigos les diría lo mismo que a mi familia: Que sean felices y que lo sean ahora porque el día siguiente llega y nadie sabe qué traerá. Les pediría también que no me olviden del todo, aunque eso no hace falta pedirlo. Seguro que los que son amigos de verdad me recordarán de vez en cuando.
Mientras tanto seguiré viviendo, por supuesto. Aún tengo cosas por hacer y espero poder terminar algunas de ellas; leer ciertos libros, estudiar, viajar y aprender otro poco de coreano, que ya se me está olvidando lo que había aprendido.
Tengo pendiente también un par de conversaciones que quiero sostener antes de irme y un par de abrazos que debo a alguien y no puedo irme sin pagar mis deudas, que las del cariño no las pueden abonar mis herederos.
Se me hará aún más corto si me ocupo en muchas cosas, claro, pero si no me divierto tampoco quiero quedarme, que vivir para aburrirse no vale la pena.

Volver a empezar (III)



- ¿Es que tengo que estar todo el día detrás de ti? Venga, desayuna de una vez que se te enfría.
Miró con ternura a la mujer que le hablaba, Asun. La persona que había cuidado de ella desde que se casó. Llegó a casa para trabajar de asistenta y acabó siendo el ama absoluta. Ella decidía qué se cocinaba y a qué hora se comía, cuál era el día adecuado para limpiar los cristales o para comprar sábanas nuevas, todo cuanto tenía relación con la casa dependía de ella.
Desde que entró a su servicio se autoproclamó parte de la familia y decidió qué lugar ocupaba en ella cada uno de los integrantes de la misma. Se adjudicó a sí misma el puesto de administradora y niñera. Su marido, con esas maneras anticuadas de que Asun hacía gala al tratar con hombres, fue sentado en el "trono de honor", se dirigía a él con un respetuoso "usted" y siempre que le mencionaba lo hacía como "el Señor", así, con una "ese" mayúscula, o al menos sonaba de ese modo cuando Asun le nombraba. Con ella dejaba el respeto a un lado. Desde el principio le tuteó y usó siempre su nombre de pila. De hecho solía utilizar el diminutivo, Lolita, como queriendo dejar claro que la consideraba una niña a la que había que cuidar y dirigir.
Eso exactamente es lo que hizo todos estos años; cuidar de ella, mimarle, aconsejarle. Y eso es lo que continuaba haciendo ahora.
Unos días antes de obtener el alta pidió a Carlos que se fuera de la casa. No quería encontrarlo allí a su regreso. Él protestó, pero ella se mantuvo firme en su decisión. Deseaba acabar su relación con él cuanto antes. La laboral ya había terminado al descubrir lo que había hecho con la tienda y la matrimonial estaba en proceso de disolución, así que solo necesitaba sacarlo físicamente de su hogar para empezar a arrancarlo también de su vida.
Al iniciar el regreso a casa, tras recibir el permiso del médico y mientras metía en la bolsa sus objetos personales, un único pensamiento ocupaba su mente "¿qué pensará Asun cuando le diga que "el señor" y yo nos vamos a separar?" Le asustaba un poco el momento de comentarlo con ella. Pensaba que para su amiga Carlos era el centro del universo y que se llevaría un gran disgusto al descubrir que él no volvería a compartir su hogar.
La sorpresa que se llevó al enfrentarse a la buena mujer aún le hacía sonreir. Cuando trató de explicarle lo sucedido ella no le dejó hablar al exclamar:
- ¡Ay! Si es que son todos iguales, Lolita. Buenos, hasta que encuentran la oportunidad de dejar de serlo. Creemé, mi niña, que sé lo que me digo. Hasta mi Isidro, que era un pedazo de pan, tenía sus cosas y si no hizo alguna canallada gorda fue porque murió joven y no le dió tiempo. Que conste que el señor nos ha tenido engañadas mucho tiempo. Lo peor es que nos hemos dejado engañar nosotras, que parece mentira ¡a mis años! dejarme timar por un hombre, sabiendo lo que yo sé de ellos y su ralea...
Así mismo lo dijo dejarme timar, convirtiendose con solo dos palabras en la víctima directa de las maldades masculinas en general y las de Carlos en particular.
Miró la bandeja que su querida compañera había puesto ante ella sin dejar de sonreir dulcemente, llenó la tazá con el té que humeaba en la tetera y, tomando una tostada del plato, comenzó a desayunar.
***************
Se incorporó apoyándose en la muleta. Aún le costaba andar, si bien lo achacaba a los vendajes más que al dolor, que ya era prácticamente inexistente. Desde que le cambiaron las escayolas por vendas podía utilizar ambos miembros, pero las ligaduras le impedían moverse con total libertad. Debería esperar unas semanas para emanciparse de sus apósitos.
El tener un brazo roto no le permitía usar más que una muleta, por lo que apenas podía moverse unos metros sin ayuda, así que decidió aceptar la oferta de su hermano y alojarse en el apartamento de éste hasta que pudiera valerse por sí mismo.
Andrés, su hermano, se tomó unos días de vacaciones para "hacerle de enfermero". Le cuidaba bastante bien, aunque como cocinero dejaba mucho que desear, así que su menú de convaleciente consistía en pizzas congeladas, sandwiches con lo primero que encontrasen en la nevera y mucha fruta, no porque les pareciera sana, sino porque no necesitaba ser cocinada.
Desde que salió del hospital su hermano y él habían sostenido largas charlas, sin evitar los temas más delicados. Esas conversaciones entre ambos habían sido más reconfortantes que todas las horas de psiquiatra a que se vió obligado a acudir. Todos, empezando por los médicos del hospital y acabando por sus amigos y familiares, estuvieron de acuerdo en que debería visitar a un especialista. Él no estaba tan seguro de que eso realmente fuera a servir de algo, pero el hospital se negaba a darle el alta a menos que accediera a ser atendido por un alienista. Puesto que hubiese aceptado cualquier cosa con tal de salir de allí, asintió y comenzó el tratamiento.
Se dirigió hacia la puerta, donde su hermano le esperaba para conducirle al médico, con paso lento y fatigoso, reflejando con su cuerpo las pocas ganas que tenía de volver a la consulta, sentarse frente al neurólogo y hablar de su vida. Era cien veces más grato para él contarle a Andrés las cosas que le preocupaban y mil veces más depurador. Al menos su hermano le escuchaba por afecto y no por dinero.
Al llegar junto a la salida miró a su hermano con expresión socarrona y le preguntó:
- ¿Por qué no te haces psiquiatra y me atiendes tú?
- ¡Claro! -contestó su hermano.- O, mejor aún, ¿por que no me hago puta y te alegro la convalecencia?
Soltó una carcajada al oir la respuesta, para la que no estaba preparado pese a conocer muy bien a Andrés y sus expresiones, y se dirigió hacia el coche aparcado frente al portal. Abrió la puerta del vehículo, tomó asiento y, mientras se ponía el cinturón pensó que su hermano pequeño era realmente el mejor psiquiatra de los que había conocido en las últimas semanas.
Él, Miguel, era el mayor de los hermanos. Luego venía una chica y por fin, el pequeño de la casa, Andrés. Durante muchos años había ejercido el papel de "mayor de la casa" cuidando a sus hermanos, pero Andresito era su debilidad. Cinco años más joven que él y, desde su nacimiento, el consentido de todos.
Para su hermana, que al nacer el pequeño tenía cuatro años, era un muñeco de carne y hueso con el que podía jugar a ser la mamá y al que echaba las regañinas que ella había recibido previamente. Sus padres le consideraban "el niño" y, aunque no le mimaban más que a los otros hermanos, sí se les escapaban más sonrisas cuando contaban sus travesuras que al relatar las de los dos mayores. Por su parte, Andrés culminó su deseo de tener un hermano. Se llevaba bien con Clara, pero deseaba un compañero con quien jugar a "cosas de chicos".
Cuando nació el pequeño se sintió muy decepcionado, seguramente porque esperaba a alguien un poco más alto y con más conversación, pero pronto aquel bebé ganó su afecto a base de sonrisas y balbuceos.
Fue destinado a su dormitorio  y desde aquel momento se volvieron inseparables. Compartieron juegos cuando niños y confidencias al hacerse adolescentes. Permanecieron unidos incluso cuando ya estaba casado y su hermano se había mudado al apartamento. Por eso cuando surgio la cuestión de dónde se alojaría no hubo la menor duda de que sería con su hermano donde se sentiría más cómodo, aunque tuviera que dormir en el suelo. No hizo falta llegar tan lejos, por supuesto. El apartamento contaba con una habitación de invitados, así que además de encontrarse a gusto por estar con Andrés, tenía también un lugar confortable en el que refugiarse.
Su hermano era su mejor amigo. Podía hablar con él de todo sin necesidad de ponerle en antecedentes. Al mismo tiempo, fue el único que no se anduvo con medias palabras al afrontar su situación.
- Has intentado suicidarte -le dijo la primera noche que pasó en su casa- y te ha salido mal. Ese es el único fallo que has cometido. Todo lo demás son cosas que pasan. Tú no las has buscado, pero ocurren y no son culpa de nadie. Ahora tienes que recuperarte y retomar las riendas de tu vida. Si no lo consigues seguirás teniendo la opción del suicidio y ahora ya sabes lo que tienes que hacer para que funcione, así que no te preocupes. De un modo u otro saldrás de esta.
Esas palabras le animaron más que todas las visitas al "loquero" juntas. Su hermano tenía el don de hacer fáciles y divertidas las cosas más trágicas y complicadas.
Dirigió la vista hacia su hermano, que ponía en marcha el coche en ese momento, y se sintió invadido por un sentimiento de paz como hacía semanas no sentía. Se le ocurrió que Andrés tenía razón: Debería tratar de superarlo todo cuanto antes. La opción del suicidio siempre estaría ahí, por si acaso.