sábado, 22 de octubre de 2011

Volver a empezar (III)



- ¿Es que tengo que estar todo el día detrás de ti? Venga, desayuna de una vez que se te enfría.
Miró con ternura a la mujer que le hablaba, Asun. La persona que había cuidado de ella desde que se casó. Llegó a casa para trabajar de asistenta y acabó siendo el ama absoluta. Ella decidía qué se cocinaba y a qué hora se comía, cuál era el día adecuado para limpiar los cristales o para comprar sábanas nuevas, todo cuanto tenía relación con la casa dependía de ella.
Desde que entró a su servicio se autoproclamó parte de la familia y decidió qué lugar ocupaba en ella cada uno de los integrantes de la misma. Se adjudicó a sí misma el puesto de administradora y niñera. Su marido, con esas maneras anticuadas de que Asun hacía gala al tratar con hombres, fue sentado en el "trono de honor", se dirigía a él con un respetuoso "usted" y siempre que le mencionaba lo hacía como "el Señor", así, con una "ese" mayúscula, o al menos sonaba de ese modo cuando Asun le nombraba. Con ella dejaba el respeto a un lado. Desde el principio le tuteó y usó siempre su nombre de pila. De hecho solía utilizar el diminutivo, Lolita, como queriendo dejar claro que la consideraba una niña a la que había que cuidar y dirigir.
Eso exactamente es lo que hizo todos estos años; cuidar de ella, mimarle, aconsejarle. Y eso es lo que continuaba haciendo ahora.
Unos días antes de obtener el alta pidió a Carlos que se fuera de la casa. No quería encontrarlo allí a su regreso. Él protestó, pero ella se mantuvo firme en su decisión. Deseaba acabar su relación con él cuanto antes. La laboral ya había terminado al descubrir lo que había hecho con la tienda y la matrimonial estaba en proceso de disolución, así que solo necesitaba sacarlo físicamente de su hogar para empezar a arrancarlo también de su vida.
Al iniciar el regreso a casa, tras recibir el permiso del médico y mientras metía en la bolsa sus objetos personales, un único pensamiento ocupaba su mente "¿qué pensará Asun cuando le diga que "el señor" y yo nos vamos a separar?" Le asustaba un poco el momento de comentarlo con ella. Pensaba que para su amiga Carlos era el centro del universo y que se llevaría un gran disgusto al descubrir que él no volvería a compartir su hogar.
La sorpresa que se llevó al enfrentarse a la buena mujer aún le hacía sonreir. Cuando trató de explicarle lo sucedido ella no le dejó hablar al exclamar:
- ¡Ay! Si es que son todos iguales, Lolita. Buenos, hasta que encuentran la oportunidad de dejar de serlo. Creemé, mi niña, que sé lo que me digo. Hasta mi Isidro, que era un pedazo de pan, tenía sus cosas y si no hizo alguna canallada gorda fue porque murió joven y no le dió tiempo. Que conste que el señor nos ha tenido engañadas mucho tiempo. Lo peor es que nos hemos dejado engañar nosotras, que parece mentira ¡a mis años! dejarme timar por un hombre, sabiendo lo que yo sé de ellos y su ralea...
Así mismo lo dijo dejarme timar, convirtiendose con solo dos palabras en la víctima directa de las maldades masculinas en general y las de Carlos en particular.
Miró la bandeja que su querida compañera había puesto ante ella sin dejar de sonreir dulcemente, llenó la tazá con el té que humeaba en la tetera y, tomando una tostada del plato, comenzó a desayunar.
***************
Se incorporó apoyándose en la muleta. Aún le costaba andar, si bien lo achacaba a los vendajes más que al dolor, que ya era prácticamente inexistente. Desde que le cambiaron las escayolas por vendas podía utilizar ambos miembros, pero las ligaduras le impedían moverse con total libertad. Debería esperar unas semanas para emanciparse de sus apósitos.
El tener un brazo roto no le permitía usar más que una muleta, por lo que apenas podía moverse unos metros sin ayuda, así que decidió aceptar la oferta de su hermano y alojarse en el apartamento de éste hasta que pudiera valerse por sí mismo.
Andrés, su hermano, se tomó unos días de vacaciones para "hacerle de enfermero". Le cuidaba bastante bien, aunque como cocinero dejaba mucho que desear, así que su menú de convaleciente consistía en pizzas congeladas, sandwiches con lo primero que encontrasen en la nevera y mucha fruta, no porque les pareciera sana, sino porque no necesitaba ser cocinada.
Desde que salió del hospital su hermano y él habían sostenido largas charlas, sin evitar los temas más delicados. Esas conversaciones entre ambos habían sido más reconfortantes que todas las horas de psiquiatra a que se vió obligado a acudir. Todos, empezando por los médicos del hospital y acabando por sus amigos y familiares, estuvieron de acuerdo en que debería visitar a un especialista. Él no estaba tan seguro de que eso realmente fuera a servir de algo, pero el hospital se negaba a darle el alta a menos que accediera a ser atendido por un alienista. Puesto que hubiese aceptado cualquier cosa con tal de salir de allí, asintió y comenzó el tratamiento.
Se dirigió hacia la puerta, donde su hermano le esperaba para conducirle al médico, con paso lento y fatigoso, reflejando con su cuerpo las pocas ganas que tenía de volver a la consulta, sentarse frente al neurólogo y hablar de su vida. Era cien veces más grato para él contarle a Andrés las cosas que le preocupaban y mil veces más depurador. Al menos su hermano le escuchaba por afecto y no por dinero.
Al llegar junto a la salida miró a su hermano con expresión socarrona y le preguntó:
- ¿Por qué no te haces psiquiatra y me atiendes tú?
- ¡Claro! -contestó su hermano.- O, mejor aún, ¿por que no me hago puta y te alegro la convalecencia?
Soltó una carcajada al oir la respuesta, para la que no estaba preparado pese a conocer muy bien a Andrés y sus expresiones, y se dirigió hacia el coche aparcado frente al portal. Abrió la puerta del vehículo, tomó asiento y, mientras se ponía el cinturón pensó que su hermano pequeño era realmente el mejor psiquiatra de los que había conocido en las últimas semanas.
Él, Miguel, era el mayor de los hermanos. Luego venía una chica y por fin, el pequeño de la casa, Andrés. Durante muchos años había ejercido el papel de "mayor de la casa" cuidando a sus hermanos, pero Andresito era su debilidad. Cinco años más joven que él y, desde su nacimiento, el consentido de todos.
Para su hermana, que al nacer el pequeño tenía cuatro años, era un muñeco de carne y hueso con el que podía jugar a ser la mamá y al que echaba las regañinas que ella había recibido previamente. Sus padres le consideraban "el niño" y, aunque no le mimaban más que a los otros hermanos, sí se les escapaban más sonrisas cuando contaban sus travesuras que al relatar las de los dos mayores. Por su parte, Andrés culminó su deseo de tener un hermano. Se llevaba bien con Clara, pero deseaba un compañero con quien jugar a "cosas de chicos".
Cuando nació el pequeño se sintió muy decepcionado, seguramente porque esperaba a alguien un poco más alto y con más conversación, pero pronto aquel bebé ganó su afecto a base de sonrisas y balbuceos.
Fue destinado a su dormitorio  y desde aquel momento se volvieron inseparables. Compartieron juegos cuando niños y confidencias al hacerse adolescentes. Permanecieron unidos incluso cuando ya estaba casado y su hermano se había mudado al apartamento. Por eso cuando surgio la cuestión de dónde se alojaría no hubo la menor duda de que sería con su hermano donde se sentiría más cómodo, aunque tuviera que dormir en el suelo. No hizo falta llegar tan lejos, por supuesto. El apartamento contaba con una habitación de invitados, así que además de encontrarse a gusto por estar con Andrés, tenía también un lugar confortable en el que refugiarse.
Su hermano era su mejor amigo. Podía hablar con él de todo sin necesidad de ponerle en antecedentes. Al mismo tiempo, fue el único que no se anduvo con medias palabras al afrontar su situación.
- Has intentado suicidarte -le dijo la primera noche que pasó en su casa- y te ha salido mal. Ese es el único fallo que has cometido. Todo lo demás son cosas que pasan. Tú no las has buscado, pero ocurren y no son culpa de nadie. Ahora tienes que recuperarte y retomar las riendas de tu vida. Si no lo consigues seguirás teniendo la opción del suicidio y ahora ya sabes lo que tienes que hacer para que funcione, así que no te preocupes. De un modo u otro saldrás de esta.
Esas palabras le animaron más que todas las visitas al "loquero" juntas. Su hermano tenía el don de hacer fáciles y divertidas las cosas más trágicas y complicadas.
Dirigió la vista hacia su hermano, que ponía en marcha el coche en ese momento, y se sintió invadido por un sentimiento de paz como hacía semanas no sentía. Se le ocurrió que Andrés tenía razón: Debería tratar de superarlo todo cuanto antes. La opción del suicidio siempre estaría ahí, por si acaso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario