sábado, 22 de octubre de 2011

Divagando al bajar la escalera



Cuando se llega a la mitad de la vida lo primero que se piensa es que ojalá lo fuese de verdad. Porque lo que llamamos "mitad de la vida" son los cincuenta años y, seamos realistas, poca gente de cincuenta años vivirá otros cincuenta más.

Yo, particularmente, no creo que viva otros veinte. No es que mi vida sea insana del todo, pero nadie me pondría de ejemplo para futuras generaciones; fumo, bebo exclusivamente cola, té y café, no como apenas y duermo, cuando consigo dormir, cuatro o cinco horas por día.
Varios familiares cercanos enfermos de cáncer y un par de víctimas de problemas respiratorios, por no mencionar los cardiacos avalan mi argumento.

En pocas palabras, que ya empiezo a bajar la escalera. A partir de ahora descubriré cada día una nueva arruga, perderé vista y hasta oído, mis movimientos se harán lentos y, si doy con la gente adecuada, me cederán el asiento en el autobús.
Viviré un apagarse tontamente, hasta que llegue el día en que se me olvide respirar y vayamos de entierro. Mi entierro. Y sí, vayamos. Yo también iré ¡qué remedio! Lo que pasa es que no lo disfrutaré tanto como el resto de asistentes.
Hasta eso tiene un punto absurdo: Uno va a su propio entierro, es el protagonista del evento y no puede gozar de su momento de gloria. Es una faena que para una vez que nos dejan pasar al principio de la cola no nos haya de servir más que para ser cubiertos de tierra.
Estos pensamientos parecen muy negros y más de uno preferiría hablar de otros temas, pero son inevitables en ciertos momentos de la vida. Sobre todo cuando se tiene la tendencia a vivir en el futuro que yo tengo. Cuando era pequeña soñaba con todo lo que iba a hacer al cumplir la mayoría de edad. Al llegar está comencé a hacer los planes para los siguientes veinte años y ahora, que por más que miro no veo futuro para mí, planeo lo que habrá de ocurrir cuando me muera.
Por supuesto que mis planes no son para el mundo en general, solo para mi cuerpo, mi familia y mis bienes. Para mi cuerpo no tengo intenciones complicadas. Al fin y al cabo cuando llegue el momento estará lo bastante arrugado por el uso como para tirarlo sin pensar demasiado sobre ello.
Supongo que después de muerta me dará lo mismo, pero ahora pediría que me incineren. Es que no soporto a los gusanos y el imaginar mi cuerpo cubierto de ellos ¿qué puedo decir? Será muy ecológico, pero me parece asqueroso.
En cuanto a mi familia, se las apañarán bien sin mí. Solo me preocupa el niño, pero creo que tiene suficiente gente a su alrededor que le quiere y se preocupará por su bienestar. Lo único que deseo es que no lloren mucho, que vivan sus vidas lo mejor posible y que se esfuercen por ser felices cada día, porque hay cosas que no se deben dejar para mañana. Manaña siempre es demasiado tarde.
En lo que respecta a mis bienes, que se los repartan. A mí me va a dar igual. Sí me gustaría que traten con cariño a mis libros y que cuiden a Sir Reginald, que parece un conejo de peluche normal y corriente, pero está cubierto de abrazos, caricias, risas y lágrimas y si es verdad que la energía no desaparece, la mayor parte de la mía está metida entre la trama del tejido con que esta hecho.
A mis amigos les diría lo mismo que a mi familia: Que sean felices y que lo sean ahora porque el día siguiente llega y nadie sabe qué traerá. Les pediría también que no me olviden del todo, aunque eso no hace falta pedirlo. Seguro que los que son amigos de verdad me recordarán de vez en cuando.
Mientras tanto seguiré viviendo, por supuesto. Aún tengo cosas por hacer y espero poder terminar algunas de ellas; leer ciertos libros, estudiar, viajar y aprender otro poco de coreano, que ya se me está olvidando lo que había aprendido.
Tengo pendiente también un par de conversaciones que quiero sostener antes de irme y un par de abrazos que debo a alguien y no puedo irme sin pagar mis deudas, que las del cariño no las pueden abonar mis herederos.
Se me hará aún más corto si me ocupo en muchas cosas, claro, pero si no me divierto tampoco quiero quedarme, que vivir para aburrirse no vale la pena.

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