jueves, 29 de marzo de 2012

Yo también escribo

Para Daniel, que hoy ha sido el instrumento
de que se ha valido la inspiración.
Gracias. Por todo.
ESCRIBO

Escribo sin modelo
A lo que salga,
Escribo de memoria
De repente,
Escribo sobre mí,
Sobre la gente,
Como un trágico juego
Sin cartas solitario,
Barajo los colores,
Los amores,
Las urbanas personas
Las violentas palabras
Y en vez de echarme al odio
O a la calle,
Escribo a lo que salga.

Este es un bello poema de Gloria Fuertes que un amigo muy apreciado me ha dedicado hoy.  Al agradecérselo le he comentado que así mismo escribo yo: “a lo que salga”. Realmente al leer esos versos me he sentido completamente identificada con ellos. Yo también escribo sin modelo, según va fluyendo el pensamiento. Yo también escribo sobre la gente, los amores y desamores.  Yo también escribo en lugar de “echarme al odio”. Como estoy convencida de la verdad que encierra aquel dicho de “las penas compartidas son media pena; las alegrías compartidas son doble alegría”, escribo, que el trasladar al papel mis sentimientos es una válvula de escape para todas  las sensaciones  negativas y, al mismo tiempo, una manera de compartir las positivas.

Volviendo al poema he de decir que esta dedicatoria me ha tocado el corazón por varias razones: primero por venir de una persona por la que siento afecto y admiración, un amigo sensible y afectuoso que me ha proporcionado ratos muy placenteros con su conversación inteligente y culta y que me apoya siempre que le necesito con sus palabras de aliento. En segundo lugar por (haciendo una vez más gala de una fina intuición) dedicarme un escrito de Gloria Fuertes.

Hay otros poetas que me gustan mucho, quizá incluso mucho más, pero Gloria Fuertes es la poetisa con la que crecí. No sé si aún aparecerán sus versos en los libros escolares, pero en los míos sí estaban. Todavía me acuerdo de aquella vaca tan triste y delgada que en vez de dar leche, da pena, o de aquel tan cortito sobre la poeta: La poeta se casó con el poeto/Y en vez de tener un niño/Tuvieron un soneto. (Ella siempre decía la poeta, no la poetisa.)

Cuando yo era pequeña los poemas de Gloria Fuertes (junto con aquel de “el lagarto está llorando...” de García Lorca)  fueron nuestro primer encuentro con la poesía. Eran versos sencillos y fáciles de entender, con palabras normales y un ritmo tan pegadizo como el de la última canción del verano. Resultaba casi inevitable que todos acabáramos queriendo hacer poemas ¡parecía tan fácil cuando escribía ella! Luego venía un cumpleaños o un día de Reyes y ¿qué podía pedir como regalo sino un libro de Gloria Fuertes? Y es que nadie se podía resistir a desear un libro que llevara un título tan sugestivo como La Pájara pinta o Las tres Reinas Magas, Melchora, Gaspara y Baltasara.

He agradecido en privado el regalo de esos recuerdos, pero no he podido resistirme a hacerlo también públicamente. Al fin y al cabo es como mejor me sale expresar mis sentimientos: los escribo.


sábado, 24 de marzo de 2012

Miedo a morir

El miedo a la muerte es algo relativamente nuevo para mí. Nunca antes lo había sentido porque siempre tuve el convencimiento de que  morir es la consecuencia natural de la vida. Venimos a este mundo con fecha de caducidad y cuando esta se vence, nos vamos.  Tan solo me preocupaba la posibilidad de que ciertos seres queridos fallecieran antes que yo: mis hermanos, mis hijos, mis sobrinos debían acabar su vida después de mí, porque son más jóvenes.

La muerte había de sobrevenir de modo natural, al llegar a una edad avanzada y significando más un descanso que una despedida. Claro que a veces hay accidentes que provocan defunciones prematuras, pero ya se sabe que las desgracias y la lotería solo tocan a los otros. Siempre "supe" que mis abuelos serían los primero en partir; luego mis padres; después me tocaría a mí. Puesto que mi padre aún vive, y siempre según mis cálculos, es obvio que mi nombre no está escrito todavía en el albarán de salida. Y, sin embargo, ahora tengo miedo de morir.

Sigue sin asustarme el más allá, porque pienso que una vez a ese lado poco ha de importarme. Si realmente existe un alma y un cielo, he sido lo bastante buena para merecerlo; si lo que nos espera es la reencarnación, he sido lo bastante mala como para necesitar otra oportunidad; si solo llegamos a la nada, mi cuerpo abonará la tierra y mi alma dejará de sentir. En cualquier caso, nada grave.

Lo que me da miedo es el dolor, el sufrimiento mental y físico que acompañan al transito. La carne enferma, pudriéndose antes de entrar en la tumba; el cuerpo desfallecido y a merced de la bondad o maldad que quieran mostrar los que le rodeen; la total dependencia de una máquina, de unas grageas o de unas manos ajenas.

He visto a varios familiares cercanos apagarse lentamente en clínicas de cuidados paliativos, bien atendidos, por supuesto, pero empequeñecidos en su dignidad. Enfermeras cariñosas y devotas de su profesión y sus pacientes entrando en la habitación, saludando,  en voz que puede ser escuchada desde el otro extremo de la clínica, con un "¡hola, cariño! Ahora mismo te pongo un pañal limpio", mientras mi pobre pariente enrojecía al pensar que media ciudad se estaba enterando de sus miserias.

A eso es a lo que temo: a depender de los demás; a perder mi autoestima entre pañales y sábanas asépticas; a ver la tristeza pintada en los rostros de quienes me quieren; a desear morir para no molestar más; a que deseen mi muerte para que no vuelva a molestar... y todo ello acompañado del sufrimiento físico.

Nadie elige como nacer o como morir, así que hay que quedarse con lo que venga, pero si se pudiera escoger, me quedo con el tránsito que tuvo mi abuela: ir a dormir y así, entre sueños, que deje de latir el corazón. Y con más de 90 años, ya puestos a pedir.

miércoles, 21 de marzo de 2012

21 de marzo

Cortesía del DSinfocenter a través de la revista
"Leben mit Down Syndrom"
Con motivo del Día Mundial del Síndrome de Down han aparecido carteles recordándolo con lemas y fotos encantadores: niños de ojos rasgados y sonrisas amplias; familias que, rodeando al pequeño protagonista del día, nos muestran, entre abrazos colectivos, lo feliz que se puede ser teniendo un niño trisómico en casa y, sobre todo, lo contenta que está la criatura de vivir con esos seres estupendos y guapísimos. Es todo tan bello que casi me dan ganas de volver a ser madre y solo me frena la duda de si lograré que tenga el Down o ¡Dios no lo quiera! me nace un niño sin él.
La intención es buena, claro, pero no acabo de verle la gracia. Hemos pasado de ocultar al hijo discapacitado a mostrarlo como si fuera lo mejor que la vida nos ha deparado. Por supuesto que no se puede llamar la atención sobre un problema centrándonos en su lado más feo; si solo se publicasen imágenes de bebés llorando en mitad de la noche, seguro que pocos querrían ser padres. Ahora bien, que no nos traten de vender la cueva de las maravillas con lámpara y genio.
Tener un hijo con trisomía 21 no es como alquilar una parcela en el paraiso, aunque tampoco es tan terrible. Es, simple y llanamente, lo mismo que tener un hijo sin trisomía, con la diferencia de que las etapas de su desarrollo se prolongan algo más en el tiempo. O tal vez no, claro, porque decir “los niños con Down son...” es tan absurdo como decir “los niños morenos son...”
Conozco niños que han empezado a andar a los trece meses y otros que no lo han hecho hasta las dos años cumplidos: unos eran Down, otros no. Niños que aprenden dos idiomas desde pequeños, que interpretan un instrumento musical, que hacen judo o teatro... trisómicos o no. Nunca he visto que la existencia de ese cromosoma extra produzca personas “diferentes” en el sentido estricto de la expresión: si tienen ojos rasgados, también los tienes millones de chinos, americanos o lapones; si aprenden a tocar el piano probablemente no lo harán como Beethoven, exactamente igual que el resto del mundo; si cuando nacen nos provocan automáticamente la pregunta “¿qué traerá el futuro?” están causando la misma preocupación que el resto de bebés genera en sus padres.
Tal vez tengan menos posibilidades de acabar una carrera o de conseguir un puesto de trabajo interesante y bien pagado, pero ello solo les igualará con la gran mayoría de seres que habitan el planeta, incluso con la gran mayoría de niños que habitan una ciudad grande y próspera como Nueva York, Berlín o Madrid.
No solo las personas pueden
tener T21
Por ello a mí, lo que de verdad me gustaría ver en este día (y todos los demás del año) es nada más que normalidad: que cuando mire ese cartel publicitario de los famosos pañales uno de los niños sea trisómico; que cuando la serie televisiva de moda haga la selección de sus actores entre ellos haya uno con esa característica; que cuando salga una mamá con su bebé de ojos rasgados nadie le diga eso de “ha tenido mucha suerte ¡son unos niños tan cariñosos!” porque ha tenido la misma suerte que todas las mamás del mundo y porque será cariñoso o no, según su carácter.
La mejor noticia sería que un día no tuvieramos que celebrar un "Día" especial para recordar al mundo que todos somos seres humanos, que todos vivimos triunfos y tenemos limitaciones, que nadie es “diferente” porque lo somos todos. Que lo que hace especial a la persona con Down no es el Down, sino el ser persona.

jueves, 15 de marzo de 2012

Duendes, travesuras y esponjas de colores


En mi casa vive un duende. Su aspecto es inconfundible: la piel, casi transparente de tan blanca; los ojos rasgados, traviesos, de mirada joven y, al mismo tiempo tan antigua como la historia de la tierra; las orejas, lígeramente puntiagudas y la sonrisa, entre simpática y traviesa.

Al principio pensé que tal vez fuera un elfo, pero la estatura y la constitución demuestran que no lo es. El carácter tampoco es el apropiado. Todos sabemos que los elfos son seres bondadosos, unidos siempre a los bosques, las plantas y el mar.

Los duendes, en cambio, suelen vivir cerca de los humanos, aunque no siempre se dejan ver. Les encanta tener animales y personas cerca para así gastar bromas, que es su entretenimiento favorito. No son malos, aunque a veces sus travesuras resultan maliciosas, como cuando esconden nuestra mejor blusa justo cuando necesitamos ponérnosla o se beben toda la leche que quedaba en la nevera, dejando el envase vacío para que no nos demos cuenta hasta el último minuto.


Normalmente desaparecen cuando han hecho la trastada, pero mi duende se queda por ahí cerca y cuando se le pregunta si ha sido él quien a derramado el agua sobre la alfombra o quien tiró las bolas de navidad por el balcón no tiene reparo en reconocerlo, aunque lo hace con una sonrisa pilla en los labios, como si en el fondo estuviese orgulloso de sus diabluras.

Nuestra vida a cambiado mucho desde que el duendecillo llego a casa. Ahora tenemos que andar con cuidado de no dejar las tijeras a mano, porque si las encuentra convierte la ropa en retales y las cortinas en hilachas. También debemos esconder las cerillas y mecheros, porque le encanta encender velas y hemos tenido que poner cerraduras en las ventanas, porque en cuanto logra abrir una se entretiene en tirar a través de ella cualquier cosa que se le ocurra, desde muñecos hasta vasos, pasando por libros, cacharros de cocina y ropa.

Cuando no logra abrir ventanas se entretiene cambiando los muebles de sitio. En el momento más impensado, aquel en que estamos tan tranquilos pensando que duerme, oimos ruido de armarios que son arrastrados de una habitación a otra o escuchamos como resopla al intentar colocar la cama de invitados en el pasillo. Eso también es típico de los duendes.

Parte de su colección de esponjas
Lo único que le hace olvidar estas ocupaciones son sus esponjas de colores. Periódicamente cambia de esponja, aunque siempre tiene una favorita. Últimamente la preferida es Rosa. Le acompaña a todas partes: a pasear, a jugar al jardín, a dormir... donde va nuestro geniecillo, va Rosa con él. Se llama Rosa porque su compañero es muy práctico: bautiza a sus esponjas según su color o textura. Ya hemos conocido a Soft, Blau y Gelbe (Suave, Azul y Amarilla), pero Rosa ha durado más que otras en su puesto de predilecta. Hay únicamente dos sitios donde el duende no lleva a su mascota y son el colegio y (curiosamente, si tenemos en cuenta que es una esponja) la ducha. Cuando va al colegio Rosa queda colgada del perchero, al lado de la puerta, como esperando el regreso de su dueño. Cuando se ducha la coloca en algún lugar donde no le salpique el agua, pero lo bastante cerca como para no perderla de vista.

El duende y Rosa, durmiendo
Definitivamente ha cambiado nuestras vidas, pero no solo por que tengamos que preocuparnos de sus trastadas. Ha hecho algo mucho más importante: nos ha recordado que para ser felices es suficiente con encontrar motivos para sonreir, aunque sea un momento delicado y tener alguien en quien confiar, aunque sea una esponja.

martes, 6 de marzo de 2012

La Balanza

De nuevo una encrucijada en mi vida.

Si realmente son nuestras elecciones las que que nos definen yo debo ser una balanza, porque paso la vida sopesando pros  y contras que luego necesitaré para tomar la decisión correcta. O la incorrecta, que al final uno no sabe nunca si ha resuelto adecuadamente.

Lo bueno de determinarse por uno u otro camino es que podemos dedicar todas nuestras fuerzas a recorrerlo del mejor modo posible y sin mirar atrás, que a mí el juego de “lo que pudo haber sido y no fue” me ha aburrido siempre. Lo malo es que el acto de elegir implica siempre un abandono, así que no hay otro remedio que pensarlo bien para estar lo más seguros posible de que no hemos dejado lo imprescindible a cambio de lo fácil.

En este caso concreto no hay ruta más sencilla o más cómoda: las dos presentan dificultades serias; las dos pueden traer alegrías y penas; las dos ofrecen posibilidades felices y momentos desgraciados. Si tomo un camino estaré haciendo algo que deseo, pero que requiere una atención estricta y permanente, tendré que dejar al márgen otras ocupaciones y hacerlo sin garantías de éxito; si escojo el otro seré mucho más libre, podré dedicarme a esas otras tareas que también tienen su importancia y vivir mucho más tranquila.

Lo habitual es oir que debemos hacer algo por nosotros mismos, que si no nos sentimos a gusto en nuestro mundo, en nuestra piel, no podemos hacer felices a los demás, que “la caridad bien entendida empieza por uno mismo”... pero no es del todo cierto. Hay ocasiones en que la entrega a los demás colma con creces nuestras vidas y otras en que debemos ubicarnos en primer lugar si queremos sentirnos llenos. Y eso es lo que enmaraña la situación: el decidir a qué clase de problema nos enfrentamos y cómo solucionarlo.

De hecho la primera parte del camino ya está recorrida en una dirección, pero este trecho ha traido bastante sufrimiento personal y pocas satisfacciones profesionales. Ha tenido sus cosas buenas, incluso muy buenas, pero las malas pesan mucho y me siento muy cansada: sin fuerzas para cargarlas ni ganas de arrastrarlas, solo me planteo el dejarlas al borde del camino y desviarme en el próximo cruce.

No se debe tomar una decisión cuando aún no se han enfriado los sentimientos, por eso espero el momento propicio. De momento la balanza está bastante igualada, esperando esa gota, esa partícula que le haga inclinarse en una u otra dirección.

Aguardo ese grano decisorio sabiendo que vendrá cuando y por donde menos lo espere y siendo absolutamente consciente de que, al menos en este caso, dejar una de las rutas me va a costar mucho sufrimiento, muchas lágrimas y muchas despedidas definitivas.

Claro que la vida es eso, a fin de cuentas: un contínuo sopesar y despedirse.



Fotos:
123rf.com

sábado, 3 de marzo de 2012

Aporía

Yo fumo mucho. Me considero una fumadora compulsiva, así que esas leyes que dicen que no debo hacerlo en ciertos lugares me resultan particularmente molestas, aunque debo decir que siempre he respetado  a los no fumadores, puesto que he vivido rodeada de ellos: en casa de mis padres no se debía fumar, tampoco en la de mi abuela, así como en las de varios amigos míos.  He crecido sabiendo que había lugares en los que no se podía encender un cigarrillo, como hospitales o cines y se me educó para evitar hacerlo en presencia de personas mayores, enfermos o niños y me parece lógico que así sea.

Lo que ya no me parece tan razonable es que se prohiba en lugares que son privados, como bares, restaurantes y otros similares. No se trata de que me resulte más o menos cómodo salir a la calle para ello, puesto que yo pertenezco al grupo de fumadores que ha dejado de visitar ese tipo de locales desde que entró en vigor la prohibición. Lo que me pregunto es ¿tiene derecho el estado a imponer su voluntad sobre la propiedad privada? Y, si lo tiene ¿está también prohibido fumar en las casas particulares?

Si la ley dice que en los puestos de trabajo no se debe fumar; si el hogar es el puesto de trabajo de sus propietarios, más concretamente, de aquel que se ocupe de cuidarlo; si además es un lugar en que se sirven comidas, es de suponer que esa ordenanza es de aplicación en las viviendas privadas.

Si no es así, si el hecho de ser “privadas” les permite mantenerse apartadas de la jurisdicción ¿por qué no ocurre lo mismo con los bares? ¿qué persona ha decidido que mi casa es mía, pero mi bar no me pertenece? ¿quién se eroga el derecho a decidir sobre mi propiedad privada? ¿quien dice que yo debo pagar los impuestos, tasas e hipotecas con que esté cargada mi vivienda,  pero no puedo hacer lo que desee en ese lugar? Y, pensamiento terrible aunque inevitable ¿podrá el estado decidir algún día si me está permitido o no fumar en mi casa? ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar nuestros gobernantes
Si echo un vistazo a la historia y veo el camino que hemos recorrido los humanos, me temo que la respuesta a esa pregunta no nos va a gustar a nadie, porque está claro que la meta de los poderosos siempre fue el mando, el poder, en dos palabras: la tiranía.

Tal vez nos dejen votar para mantenernos en el mundo ilusorio de la libertad, pero la realidad es otra. Solo somos libres de hacer aquello que no entorpezca el camino de los dirigentes. Porque, no nos engañemos, si nuestra salud les importase algo habrían añadido a esa normativa la obligación por parte de la Seguridad Social de hacerse cargo de las personas que deseen dejarlo, cosa que no ha sucedido, ni sucederá en los próximos años; si realmente la razón fuese la protección del ciudadano prohibirían que los cigarrillos se saturen con productos tóxicos o con adictivos que nos hacen más dependientes aún del humo azul, pero eso tampoco ocurrirá jamás ¡el dinero que deja el consumo de tabaco es muy sabroso! Lo único que han hecho es quitarnos la opción de elegir qué clase de local queremos que sea el nuestro y qué clientela deseamos tener. Y eso lo deciden las mismas personas que cierran un dominio en la web por que no respeta la propiedad intelectual ¿es esta última más respetable que la privada?

Ya no hay por qué preguntarse si tenemos libertad para escoger no ser libres. Ahora sabemos la respuesta: no. No la tenemos.

Nos han quitado de un plumazo una de las más interesantes preguntas de la ética. Nos hemos quedado sin esa aporía.


Fotos:
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jueves, 1 de marzo de 2012

Nómadas



Yo no tengo raices. No he tenido ocasión de echarlas nunca porque mi forma de vida me lo ha impedido. De pequeña por la profesión de mi padre y de mayor por la de mi marido, he pasado más tiempo cerrando y abriendo cajas que viviendo en un sitio concreto y, cuando hablo de ello, suele surgir alguien que pregunta "¿pero cómo has podido soportarlo? ¡cambiar de residencia es una tragedia para cualquier niño!" Ante esa cuestión automáticamente respondo dos cosas: primero que esas personas han visto demasiadas películas americanas y, en segundo lugar, que no han debido salir de la casa de sus padres, excepto al contraer matrimonio y trasladarse... a un par de manzanas del hogar familiar.

Los niños que, como yo, han vivido su primer cambio de residencia a los pocos meses de edad y han pasado su niñez con la maleta hecha, consideran que esa es la forma normal de vivir. Las mudanzas de mi infancia eran algo divertido, excitante y tenía un punto de aventura. Tal vez tuviesen cosas negativas (supongo que las tendrían porque nada es perfecto), pero yo no las veía, como no las veo ahora, cuando han pasado los años y he tenido que enfrentar los traslados desde el lado "malo": el de encargada del empaquetado y desembalaje de los bultos.

Esa forma de vida me ha proporcionado una perspectiva del mundo y de la gente que otras personas solo adquieren después de muchos años de vida y de estudio. He conocido tanta gente diferente de nosotros y entre sí que no me llama la atención que alguien sea distinto, que tenga otras costumbres o que hable otro idioma. Pruebo cualquier comida sin torcer el gesto, respeto todas las creencias religiosas o políticas y me parece interesante y enriquecedor el que exista tanta variedad.

Cuando oigo eso de "es que como en España, no se vive en otro sitio", pienso "¡claro! y como en China, Moldavia o Tombuctú, tampoco se vive en otro sitio. En ningún sitio se vive como en otro sitio". Esa frase, tan repetida en España con intención de favorecer la forma de vida española, cuando llega a mis oidos se convierte en literal, porque sé de primera mano que es así. Ningún sitio es mejor que otro, solo distinto.

Ni siquiera dentro del territorio español un lugar se parece en todo a otro. Si fuera así, toda España me gustaría por igual, pero eso no sucede. Tengo mis ciudades favoritas, mis zonas preferidas, gente con la que me llevo mejor porque mi temperamento se amolda al suyo: rincones y personas, cada uno con su propio carácter.

Agradezco la posibilidad que he tenido de conocer tantas cosas; creo que le ha hecho bien a mi naturaleza. A veces añoro algo de lo que he dejado atrás, porque es imposible no crear algún lazo afectivo, pero no me apeno por mucho tiempo. Sé que llegarán otras cosas: solo hay que volar otro poquito para alcanzarlas.

Y es que la naturaleza es muy sabia y cuando nos corta las raices, nos regala un par de alas.