miércoles, 29 de agosto de 2012

Soñando con el mar




Cala Blava. Mallorca.
Desde estas rocas vi muchos atardeceres
(y algún amanecer)
Yo no quiero vivir siempre de vacaciones.  Me gusta ocupar mi tiempo en cosas prácticas y divertidas leer, pintar o viajar, pero también cocinar, hacer los deberes con mi hijo o reparar un grifo que gotea. Solo quisiera vivir en otra ciudad, en otro lugar en que pueda recuperar esas cosas que hacía antes de mudarme al sitio en que vivo ahora: leer sentada sobre una roca, con los pies sumergidos en el agua salada; pintar del natural, bajo el sol y el cielo azul incluso en invierno; estar a unas pocas horasde viaje de mi familia; salir a pasear a la orilla de la playa...
Añoro el mar. Comienzo a echarle de menos en el instante en que me separo una par de metros del agua. Siento nostalgia de mi familia y amigos, pero por encima de todo, del agua y la sal. 

Taliarte, Gran Canaria
(no es el Mediterráneo, pero
esta fue mi primera playa)
Nací cerca del mar  y viví en buenas relaciones con él hasta el día en que marché tierra adentro y esos años me marcaron de forma indeleble. No recuerdo la cara del primer chico que me besó, ni la de algunos compañeros del colegio, pero podría describir cada uno de los tonos que presenta el agua según la hora del día o los fondos que cubre. Olvidé hace tiempo cómo sonaban las voces de las personas que vivieron conmigo en otra época, pero nunca el murmullo del mar y los matices que presenta. Mientras se diluían esos recuerdos de personas o lugares, los marinos se han fijado con intensidad, volviéndose en sensaciones físicas. Cuando pienso en él noto sobre la piel el pinchazo de los granos de arena; la humedad que se extiende por mi cuerpo; noto el olor salado, mezcla de algas, animales y agua y hasta escucho el sonido del viento que acaricia las olas o las empuja hacía los rompientes y la orilla.

Melenara, la segunda playa de
mi niñez, y la estatua de
Neptuno
Vivir cerca de la playa tiene sus desventajas: los edificios y los coches se estropean  rápidamente, la humedad se apodera de todo, haciendo que la ropa tenga un olor característico, incluso recien lavada y provocando manchas y hongos que se extienden por los armarios o tras los muebles. Estos últimos se avejentan, hinchándose y haciendo que las puertas y cajones no se cierren con la facilidad que debiera  y, sin embargo todo eso no son sino pequeños inconvenientes cuando los comparo con las bondades de que se puede disfrutar: inviernos suaves y soleados, que acaban al poco tiempo de haber empezado; un aire aromático de efectos calmantes y la sensación de estar siempre veraneando, porque cuando, al terminar la jornada, llego hasta la playa paseando recobro la sensación de dolce far niente que acompaña a las vacaciones.

Me he prometido que algún día, cuando la situación lo permita, volveré a la orilla del Mediterráneo para no irme más. Y, mientras llega el momento, seguiré soñando con él, el mar de Enéas y de Ulises, el que inspiró a Homero y Virgilio. El centro de la tierra. El centro de mis sueños.
Ca´n Pastilla, Mallorca
La playa-hogar. Mi playa.
 
Fotos:

miércoles, 8 de agosto de 2012

Sin billete y en zapatillas

Interior del TGV, antes del
ataque de los turistas
Llega agosto y, con él, otro viaje. Tengo ganas de llegar ya a Valencia: aunque hace apenas un par de semanas que tome el “aperitivo” en Cubelles, aún tengo que lavar un par de restos grises del invierno y sus fríos.

Salgo de casa bajo un sol de justicia y 35° de temperatura. Que el día iba a ser caliente se empezó a intuir al amanecer cuando, allá por las siete y media de la mañana, los termómetros rondaban los 24°; que el viaje iba a resultar tan cómodo para mis pies, en cambío, lo descubrí mucho más tarde, ya iniciado el camino, al mirar hacia ellos y descubrir que llevaba puestas todavía las zapatillas de andar por casa. No creo que nadie se sorprenda al verlas: son tan solo unas chanclas  como las que usa hoy en día todo el mundo para ir a la playa, pero yo sé para qué las uso y tanto su vejez como el pésimo estado en que se encuentran las hacen impropias para un viaje que ha de durar veinticuatro horas, si bien resulta innegable que será un viaje comodísimo.

Partimos de Frankfurt con dirección a Paris. El tren no va excesivamente lleno, aunque imagino que irá recibiendo más viajeros conforme realicemos las paradas acostumbradas.
En Manheim suben los primeros franceses a bordo. Hasta ahora se escuchaba solo alguna que otra palabra en ese idioma, pero una nube de galos de todas las edades, géneros y colores acaba de abordar el tren, desparramándose por los asientos entre bufidos, gemidos y  gritos llamando a los compañeros de viaje rezagados. Todo el abanico de sonidos onomatopéyicos que una garganta humana es capaz de reproducir, junto a alguna que otra palabra más o menos comprensible,  se va extendiendo por el vagón. Los alemanes viajan como viven: discretamente, incluso en silencio. Los franceses, por el contrario, realizando una demostración del alma latina que les domina, hablan a gritos, por muy cerca que se encuentren unos de otros.

Tren de alta velocidad en
la estación de Aschaffenburg
Una mujer joven, acompañada por cuatro niños, reparte entre la chiquillería unas bolsas de productos salados de aspecto indefinible y sabor que recuerda al plástico. Refrescos de varios colores y chocolatinas completan un menú que, si bien es cierto que carece de virtudes alimenticias, resulta absolutamente del gusto de los pequeños “gourmands” que lo reciben con gran regocijo y permitirá a los demás pasajeros disfrutar de unos momentos de calma al silenciar al cuarteto de gritones.
El resto del viaje transcurre con tranquilidad, rota de vez en cuando por las protestas de los niños que quieren jugar con la única consola disponible. Probablemente si hubiera cuatro, tres de ellos querrían hacer otras cosas, pero solo hay una y ya se sabe que lo que hace realmente interesante a un juguete no es su precio, modernismo o virtudes para entretener, sino dos puntos fundamentales: que sea el único y que lo tenga otro niño.

Estación de Valencia
Llegamos a Paris y tomo el metro para llegar hasta la otra estación, Paris-Austerlitz, donde cogeré el siguiente tren hasta Port Bou. Por algún problema que desconozco no he podido reservar el billete del siguiente tren, el que me ha de llevar a Barcelona. Tal vez sea debido a que se trate de la empresa que hace el servicio sea distinta a Renfe, tal vez por la huelga de empleados de la compañía. Por el motivo que sea, la última etapa de mi viaje comenzará sin billete. No creo que haya ningún problema y, en el peor de los casos, simplemente tendría que pasar la noche en Barcelona. No me angustio ¡estoy de vacaciones! De hecho es uno de los viajes más tranquilos que he disfrutado desde hace tiempo. El quitarme los nervios de tener que llegar en hora a la siguiente conexión, me ha cambiado totalmente la perspectiva. De momento, subiré al tren y trataré de dormir todo lo que pueda. Mañana, en Portbou, me ocuparé del siguiente billete.

Austerlitz está igual que la última vez que recalé aquí, hace dos años: en obras. Es una estación incómoda por ello y por el nerviosismo que esta situación provoca en empleados y pasajeros. Por suerte no he de estar mucho rato en ella. Compro unas bebidas y subo al tren. El sueño me vence, pero aún he de colocar mi equipaje en la litera, comer algo y entonces podré acostarme. El descanso se ve interrumpido periódicamente por la subida o bajada de pasajeros, las luces cambiantes que se cuelan por la ventana y mi propia preocupación por no quedarme dormida. Aún así, logro descansar algo y llegar a la frontera más o menos relajada.

En Portbou nos espera un tren regional que llegará a Barcelona en unas tres horas. Me subo a él, tras confirmar con el interventor que puedo comprar el billete a bordo y que hay plazas suficientes: en este tren no hay que reservar. Así descubro el motivo de la imposibilidad de hacerlo a que nos habíamos enfrentado anteriormente.

El regional está lleno de personas y maletas. Habíamos llegado con algo de retraso y el talgo que debía recoger a muchos de mis compañeros de viaje se ha marchado ya, así que los viajeros que pretendían llegar hasta Girona, Barcelona o Salou han de tomar el mismo tren que yo.

Al llegar a Sants, unas horas después, salgo disparada hacia la puerta para fumar un cigarrillo. Tengo que conseguir el billete hasta Valencia, pero tras tantas horas de viaje y sin mi porción de nicotina, eso es lo único que me apetece. Las colas ante los servicios de información son interminables y las taquillas de venta para larga y media distancia se ven cerradas, así que decido buscar a algún empleado que me informe. Lo malo es que tal y como enciendo el cigarrillo veo ante mí un puesto callejero en el que venden, entre otras cosas, libros de segunda mano. Por un momento miro hacia el interior de la estación y mi Pepito Grillo personal me recuerda que mi familia me espera y no debo entretenerme. Unos segundos después me dirijo hacia los libros y empiezo a curiosear. Pepito Grillo debe haber quedado en la puerta de acceso, porque no le oigo más. Una tiene sus prioridades ¿qué se le va a hacer?

Cuando vuelvo a la estación, orgullosa propietaria de un libro nuevo-viejo, busco a un empleado que me coloca junto a otras catorce personas que quieren llegar al mismo destino. Algunas traían billetes para trenes cuya conexión se ha perdido por retrasos, otras, como es mi caso, ni siquiera tenemos el ticket, pero eso no asombra a nadie: no hay venta por causa de la huelga. Nos aseguran que podremos comprarlos en el tren, nos dirigen hacia él y nos ofrecen asientos. Yo quedo algo rezagada para comprar mi billete y, al hacerlo, agradezco al interventor por su esfuerzo para conseguirme un lugar en el tren. Parece que le agrada mi comentario, porque me dice que soy la primera persona en todo el día que no le ha echado una bronca terrible por causa de los retrasos. En seguida añade que suba y me dirija hacia la derecha en lugar de a la izquierda, como indicó a los otros pasajeros, y él mismo me busca un asiento... en clase preferente, pese a que yo había pagado turista. Una vez más se confirma el dicho aquel de que “más vale caer en gracia que ser gracioso”.
Y fin de trayecto para
las zapatillas
El tiempo que dura el recorrido hasta Valencia transcurre casi sin notarse: un rato de lectura, una película entretenida y hasta una pequeña siesta hacen que el viaje se acorte. Por fin llego a la estacion término y se me pinta una sonrisa en los labios. De repente siento como la alegría se apodera de todo mi cuerpo. Noto que la sangre me corre con más fluidez por las venas; oigo los latidos del corazón, acompasados y suaves; mi respiración se relaja y ni siquiera corro a encender un cigarrillo. Salgo de la estación, giro hacia la izquierda y, cumpliendo un rito establecido hace mucho tiempo, me aproximo al kiosko y compro horchata: medio litro para llevar a casa y un vaso para beber al momento. Aspiro el líquido, frío y blanquecino, dulce y espeso,  a través de la caña de plástico, al tiempo que cierro los ojos. Ya estoy en casa. Ya nada puede salir mal.
Luego, quizá por seguir sobre raíles, tomo el metro para llegar al apartamento. Por primera vez me alojaré relativamente lejos de la ciudad, en las cercanías de Alboraya, la capital de la horchata y los fartons. El apartamento, agradable y más grande de lo que parecía en las fotos, se asoma al que en tiempos fuera un puerto pesquero, hoy reconvertido en deportivo, y que, gracias a la American Cup, ha adquirido fama entre deportistas y propietarios de pequeños barcos. Las casas de colores que le rodean, las flores en los balcones, las terrazas, llenas de turistas y la playa cercana dan al lugar un aire inequívoco de residencia para el  veraneo.

Tras veintitres horas y cincuenta y siete minutos de viaje realizado sin billete y en zapatillas, comienzo mis vacaciones.