lunes, 21 de noviembre de 2011

Giulia

Lo primero que llamaba la atención eran sus ojos, de un azul intenso, como el del cielo en los días despejados y luminosos del verano. Su rostro, enmarcado por un cabello del color del trigo y rizos recogidos siempre en una coleta sobre la nuca. Su cara era tan linda que mirándola uno se olvidaba de la silla de ruedas en que se sentaba y de la discapacidad que provocaba, entre otras cosas,  el que apenas pudiera hacer nada sin ayuda. Ni siquiera sabía hablar, pero ella se las arreglaba para comunicarse, pese a todos los incovenientes, y lograba hacerse entender.

Cuando yo visitaba el colegio solía tomar mi mano derecha y, tras confirmar que su reloj favorito estaba allí, me lo hacía quitar para jugar con él hasta que me marchaba de nuevo ¡Y menudo enfado sentía si llevaba el "equivocado"! Tenía que ser el de la correa roja que, teniendo en cuenta lo que hacía con él, debía tener mejor sabor que los otros. Siempre me lo devolvía lleno de babas e imposible de colocar en la muñeca hasta muchas horas después.

No le gustaba jugar con los otros niños porque eran demasiado ruidosos y se movian con excesiva rapidez, así que escogió como compañero a Yago, que en ese aspecto era de su misma opinión. Se sentaban cerca el uno de la otra, sin hablarse más que cuando era imprescindible. Podían pasar horas así: Jugando cada uno de ellos a sus juegos privados, pero muy cercanos.

Este curso tuvieron que separarse porque la niña debía ir a otro centro, donde recibiría las atenciones específicas que necesitaba, así que el niño volvía del colegio cada día preguntando cuándo volvería su amiguita. Para calmarle un poco le explicamos que ella tenía que ir a otro lugar, donde aprendería cosas nuevas y que algún día quedaríamos con ella para merendar juntos y que nos contase cómo es la nueva escuela.

Ya no tendremos la oportunidad de encontrarnos con ella y su mamá. Ahora solo podemos despedirnos y desear que de verdad haya un cielo. Que sea cierto que las almas puras se convierten en ángeles y no vuelven a sentir dolor ni tienen discapacidades de ningún tipo. Porque nuestra pequeña amiga acaba de morir.

Se llamaba Giulia y tenía doce años.

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