Vivimos tan ocupados que apenas tenemos tiempo para invertir en lo que de verdad es importante. La familia, sobre todo los niños, queda siempre en un segundo plano, desplazados por las tareas diarias, así que no hay más remedio que hacer un hueco y respetarlo a rajatabla. En mi casa hay tres citas semanales ineludibles: Los jueves tenemos sesión de vídeo, los sábados padre e hijo hacen deporte y los miércoles son nuestro día. Así vamos creando unas parcelas especiales, unos mundos pequeños en los que nos encontramos unos con otros y que disfrutamos todos por igual.
Hace ya mucho tiempo que el niño y yo acordamos tácitamente el reparto de tareas: Él elige dónde comemos, si tomamos café o no y si nos trasladamos en autobús, taxi o a pie. Mi parte es decir que sí a todo y pagar cuando sea preciso.
Hoy nos ha tocado comer pescado, tomar café (yo) y tarta de chocolate con plátanos (él) además de viajar en taxi. Mientras comíamos hemos charlado, gastado bromas y, como todo los miércoles, nos hemos reido mucho.
Lo mejor de toda la tarde ha sido descubrir la decoración navideña que ya está en los escaparates y colgando entre los edificios de la zona peatonal. Después de ello ya no ha dejado de hablar de fuegos artificiales, uvas, San Nicolás y nieve. Si tuviera que resumir el concepto de "Navidad" que tiene mi hijo con esas palabras sería suficiente. Lo que más le gusta de esas fiestas son los fuegos de la noche de fin de año y considera las uvas como el paso necesario para llegar a ellos. Ni siquiera los regalos que le traen Santa Claus y los Reyes Magos le parecen tan interesantes como esas luces coloreadas y ruidosas ascendiendo e iluminando el cielo.
A patir de esta semana y durante un mes no tendremos otro tema de conversación. Las palabras "fuegos"y "luces", los nombres de los colores, las reproducciones casi perfectas del sonido que hacen los cohetes al subir y explotar, se van a convertir en las más pronunciadas los próximos treinta y siete días, así que nuestra cita semanal se transformará en la cuenta atrás hasta el fin de año.
Cuando volvimos a casa estaba tan agotado que apenas le dió tiempo de comer algo y ducharse antes de caer sobre la cama y quedar dormido.
Le miré durante un rato, porque no hay nada más bello que un niño durmiendo. Esa imagen devuelve la fé en el ser humano.
Durmiendo, claro, porque cuando están despiertos es otro cantar. Pero de eso ya hablaré en otra ocasión.
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