sábado, 28 de septiembre de 2013

Clases sociales


Por esas casualidades que ocurren a veces, esta semana han llegado a mis oídos tres conversaciones en tres circunstancias distintas (incluso en un par de países e idiomas dispares), que versaban sobre el mismo tema: la diferencia de clases.


"Hasta en el cielo hay clases", dice el refrán.
En todas ellas los contertulios hablaban de estas diferencias en un sentido negativo, como suele ser habitual, comentando la gran distancia que separa a unos niveles de otros, según la capacidad económica o la cultura recibida.

Yo, como suele sucederme en estos casos, comencé a divagar.

Desde las tópicas colmenas, ejemplo de división del trabajo, hasta los rebaños de elefantes, no hay grupo animal que no utilice una clasificación: el jefe de la manada, la hembra más anciana, los cazadores, las crías... y, obviamente, cada clase tiene sus prerrogativas y obligaciones: el macho alfa toma el mejor bocado, pero es también el defensor de la manada, dicho esto de un modo muy simplificado.

Entre los humanos se da un problema que los animales no tienen y es que percibimos esa situación como una amenza, aunque realmente no es así... o no debería serlo.

Es evidente que el abuso por parte de los más poderosos es nocivo y contrario a la esencia misma de la vida en comunidad. Desde el político que practica el nepotismo o el cohecho, hasta el empresario que niega un contrato justo al trabajador, pasando por el profesor que se niega a aprobar al alumno que le cae mal, están atentando contra los derechos de sus semejantes y contra los deberes que sus cargos les imponen. Estas actitudes no son propias de una clase u otra (aunque evidentemente, se dan más en quienes tienen en sus manos las armas necesarias), sino de unas personas u otras: el político que soborna a un juez para obtener su favor en una causa, antes de llegar a la política ya sobornaba con una buena propina al camarero del restaurante para que le diese la mejor mesa y el servicio más esmerado. Dicho de otra forma, no es la política la que corrompe a la persona, sino el corrupto quien mancha todo lo que toca.

Los primeros homínidos se juntaban en grupos para cazar juntos y defenderse de animales más peligrosos y, al igual que el resto de ellos, tuvieron que dividirse las tareas: cazadores, recolectores,
Entre los lobos se da una jerarquía rigurosa.
niñeras, hechiceros, etc. Desde el momento que surge esta repartición del trabajo, se crean las clases, que se ven reforzadas por los distintos caracteres presentes en los seres que formaban el clan: unos eran tímidos, otros aguerridos, unos inteligentes, otros no tanto.

Esto ha llegado hasta nuestros días en los que, si bien tendemos a unificar la sociedad, las distintas naturalezas imponen el mantenimiento de los sistemas de castas. No todo el mundo sirve para trabajar la tierra, como no todo el mundo es capaz de curar a un enfermo, pero necesitamos tanto al médico como al campesino y es deber de todos el respetarles por igual. Lo triste es que todavía haya personas descorteses y desconsideradas hacia los que no pertenecen a su clase, actitud muy evidente entre ciertos miembros de las clases más altas.
Los elementos pertenecientes a las clases de poder son probablemente los primeros en olvidar cuán imprescindibles son todos los componentes del grupo.

Nuestra sociedad actual, como las antiguas, está también compuesta por seres de muchos tipos, que ocupan lugares distintos en la pirámide social, aunque, a diferencia de las sociedades primitivas, existe la movilidad de clases, puesto que las personas de un nivel económico más bajo pueden, mediante el estudio y la adquisición de cultura, cambiar de situación socio económica. También las relaciones entre los distintos niveles se han vuelto posibles, cosa impensable en las antiguas civilizaciones.

Clases sociales en Roma.
Para acceder a esa movilidad que mencionaba se han condedido una serie de derechos: a la cultura, a la educación, al trabajo digno, a la asistencia médica, etc. Estos derechos son proclamados y ovacionados sobre el papel, para después ser pisoteados en la vida real, como ha quedado sobradamente demostrado al tomar medidas para controlar la crisis económica en que nos hayamos inmersos: los políticos siguen teniendo sus prerrogativas intactas (sueldos descomunales, coches oficiales, viajes pagados, comidas a costa del contribuyente), mientras los ancianos ven congeladas sus ya de por sí precarias pagas, los enfermos han de afrontar sus dolencias sin tratamiento y las familias de discapacitados se ven obligadas a cuidar personalmente a sus miembros más débiles, al verse abandonados por quienes deberían atenderles.

Si la existencia de diferentes niveles en el grupo es connatural a la vida animal (incluyendo al hombre), la sociedad actual ha derivado en un estilo “espartano” para recrear esta disimilitud entre clases: espartanos dominando a todos; ilotas sin derechos trabajando para los jefes y un monte desde el que despeñar, aunque sea metafóricamente, a los que no sirvan para el sostenimiento del poderoso.

Definitivamente, las clases son necesarias para el desarrollo de la sociedad, pero el abuso de
Una "intocable". Ni se le acercan.
poder, la consideración de “dioses” que se dan a sí mismos los actuales “faraones” y el convencimiento de que los derechos de nacimiento vienen sin deberes incorporados para ellos, han servido para hacer que nuestra comunidad viva en un perpetuo descontento.

Según Marx, la solución está en la socialización, pero eso tampoco se ha mostrado muy efectivo, puesto que los países que lo han puesto en práctica tampoco han logrado evitar las diferencias de clase ni los problemas económicos y sociales de los más débiles.

Tal vez todo se reduzca, una vez más, a poner en práctica una perogrullada: respetar a los demás. Concienciarse de que nadie es mejor por tener la cartera más abultada o por utilizar cuatro apellidos en vez de dos. Darnos cuenta de que todos somos necesarios, rueditas que hacen funcionar la máquina, pero solo cuando todas estan bien engrasadas y trabajan al unísono.

Creo que el principio ético más importante de cuantos debe observar un ser humano es el rehuir el abuso de poder y, puesto que los principios no pueden ser forzados, solo nos queda demostrar que no estamos dispuestos a ser gobernados por quien no actúa de acuerdo a esa ética.

Las clases sociales son inevitables, pero escoger a nuestros gobernantes es posible. Elijamos a los más honestos y no nos quedemos con los que no nos muestran el respeto que merecemos.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Palabras que no me gustan I


Hay frases que me producen un profundo rechazo, como las que se utilizan para generalizar (sobre todo si es en sentido negativo), haciendo eso tan deplorable que llamamos "meter a todos en el mismo saco": los alemanes solo comen salchicha y puré de patatas; los estadounidenses usan armas y les encanta la guerra; los catalanes son tacaños; los andaluces son vagos; los madrileños son chulos... ¿en serio? ¿TODOS?
 
En nuestra sociedad (occidental, española y con tendencia al sentimiento inflamado) he oído expresiones que podrían ser motivo de risa, si no lo fueran de vergüenza. Las frases que he recogido en el párrafo anterior son un ejemplo de tópicos escuchados hasta la saciedad y por ello creídos. No tendrían mayor importancia de no ser por ese último matiz: a fuerza de repetirlos se acaba creyendo en ellos, como si de un evangelio se tratase. ¡Cuántas sorpresas se lleva el viajero al conocer esos lugares y sus gentes! Claro que el viajero, al menos si es uno de mis compatriotas, no va a enmendarse a si mismo (defenderla y no enmendarla, que decía el poeta*), así que le hace un arreglito para conservar la intención sin herir a las personas que ha conocido durante su viaje: los norteamericanos son unos violentos. Bueno, su gobierno, porque la gente es bastante simpática. Y se siente orgulloso de sí mismo porque ha generalizado... pero no tanto.
 
Si este defecto es aplicable a muchos hablantes, resulta aún más evidente entre la gente joven, que
Bella, sexi, atractiva... y muy limpita
une a la pasión propia de la edad  la poca experiencia, y al amor por la justicia, el escaso conocimiento del mundo y sus gentes. Combinadas estas características no es extraño escuchar a un veinteañero gritando “muerte a quien mató” (metafórica y, en ocasiones, literalmente), sin pensar en todos los matices que encierra cualquier acto humano, ni en cuán distinto es este según varíen sus circunstancias y las de la persona que lo realiza.
 
Aquellos que tienen cuentas en las redes sociales conocen seguramente un buen puñado de ejemplos de esas expresiones, escritas cual verdades absolutas (¡como si existiera algo absoluto!), confundiendo las pequeñas verdades con la Verdad. Tengo malas noticias, queridos míos: la Verdad, no existe. Como no existen la Justicia o el Amor. Existen leyes, seres que aman y verdades pequeñitas. Por eso precisamente es tan malo generalizar. No todo ser que mata a otro es un asesino, quizá sea un verdugo y actúa en cumplimiento de la ley que exige la aplicación de ese castigo; tal vez sea un torero y, simplemente hace su trabajo en la plaza. Podemos estar contra la pena de muerte y horrorizarnos por la muerte de un toro, pero no tenemos derecho a llamar asesinos  a los que lo practican, por mucho que nos duelan esas prácticas, como no llamaríamos Santo Benevolente a quienes no matan toros ni gente.
 
Estos son dos casos extremos, evidentemente, pero espero que se entienda la intención con que los utilizo. Soy contraria a la pena de muerte y no soporto la tauromaquia ni ninguna otra manifestación de violencia, sea contra animales o personas. Reconozco también que no uso la palabra “asesino” para calificar a esas personas en concreto, pese a que desapruebo sus acciones y me gustaría ver sus profesiones completamente erradicadas del planeta, mas hoy no divago sobre principios, sino sobre palabras.
 
Esto sí es guarro


Cada palabra tiene su sitio, que puede ser más o menos amplio (las conjunciones tienen apenas una silla, mientras que los adjetivos y sustantivos usan sofás enormes) y no se debe sacarlas de su contexto correcto.  Por eso tampoco me gusta nada el uso que se da en la actualidad a ciertas palabras. Por ejemplo, “guarra”. Parece ser que si una mujer es atractiva, le gusta lucir sus encantos y su conducta es abierta hacia los demás, es una guarra, independientemente de las veces que se duche cada día. Eso sí: si el atractivo lucidor de encantos y abierto de caracter es un hombre, no es “guarro”, pero de las injusticias lexico-genéricas hablaremos otro día.
 
Otra de las expresiones que me producen escalofríos es “me pone”. Yo conozco gente que me pone contenta o triste; situaciones que me ponen nerviosa; actitudes que me ponen en alerta y hasta
Ver a T. Kretschmann.
me pone... contenta
jarrones donde me ponen flores. Siempre que algo “me pone” debe venir seguido de una aclaración. Al oir decir eso de “ese tipo me pone”, no puedo evitar el impulso de preguntar ¿cómo te pone? porque me falta la coletilla. No puede ser tan difícil decir “esa persona me... seduce, excita, atrae,  provoca, agita, impresiona, enciende, incita, enardece, activa, estimula...” Sería mucho más claro y no sonaría a frase no terminada.
 
Las lenguas son entes vivos y, como tales, nacen, crecen, cambian y, a veces, mueren. Aplaudo los cambios que demuestran la vitalidad de un idioma y llego a la ovación si estos sirven para limpiar de palabras y expresiones inútiles al lenguaje, pero no cuando surgen a costa de aplastar aquello que ya existe y es útil.
Las palabras definen a quien las utiliza. Las personas alfa hablan de “MI casa” en las mismas situaciones en que el resto de su familia dirá “NUESTRA casa”, por poner un ejemplo. Esto no es bueno ni malo por sí mismo, pero a veces el mensaje que se envía es desagradable para el receptor y, por lo tanto, da una imagen negativa del emisor. Sería bueno para nosotros recordar esto último, aunque solo sea por mantener una buena imagen ante los demás y, por descontado, ante nosotros mismo.
 
 
*
Procure siempre acertalla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defendella y no enmendalla.
          Guillén de Castro. Las Mocedades del Cid.

 
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jueves, 19 de septiembre de 2013

El duende va al colegio


Spessart. El bosque que hay junto al colegio del
duente
El comienzo del curso escolar me encuentra (una vez más) expectante en lo que al horario del duende se refiere. Su costumbre de no dormir más que unas pocas horas diarias y el que estas no coincidan con la noche, me preocupa, pues entiendo que no descansa lo suficiente. Al duende no parecen afectarle ni mi preocupación, ni la falta de sueño.

Tal vez debería especificar “mí” falta de sueño, porque él no muestra el menor indicio de cansancio. Sigue reorganizando los muebles periódicamente, baila toda la noche, come, bebe; disfruta, en fin, de su vigilia sin prestar atención a mis ojeras ni a mis quejas.
Se acuesta lo más tarde posible, duerme cinco o seis horas y se
Música. Esto sí le gusta
despierta, fresco y renovado, a las dos de la mañana. Me busca para que le ponga un desayuno o se lo sirve él si no me encuentra; vuelve a su cuarto, pone música y decora el dormitorio, haciendo tiempo hasta la hora del segundo desayuno, como si más que un elfo fuese un hobbit necesitado de varios desayunos diarios. Tras tomarlos se va al colegio donde, de algún modo que aún no he llegado a explicarme, logra pasar la jornada completa (¡siete horas!), sin cerrar los ojos ni por unos minutos. Vuelve a casa, merienda, descansa una o dos horas, cena (no para de comer en todo el día: pienso que es por efecto de su lado hobbit, como comentaba) y se va a la cama. Luego todo vuelve a empezar.

Esto suele ocurrir en los días que el duende considera normales y que son aquellos en que todo está como debe. A veces se produce un cambio en la vida familiar, sobre todo cuando el “maromen” no está en la casa. En esos días el Pequeño Ser se transforma en un mochuelo y permanece toda la noche despierto, esperando a que todo vuelva a colocarse en su lugar. Me pregunto si lo que le altera tanto será la ausencia de la mitad de su “público” o si realmente su dependencia del “maromen” es tan intensa como parece.

El colegio. Esto no le gusta tanto.
El primer día de clase le pareció bien. Volvió contento del colegio y con ganas de regresar a él. El segundo día fue otro cantar. Aceptó ir hasta la escuela, pero al llegar a casa me dijo:
- He ido dos veces al colegio. Ahora vamos a “casa-casa-playa” (así llama siempre a sus casas: casa-casa-XXX, poniendo en el lugar de las equis una palabra que la diferencia de las otras “casa-casa”).  
Yo también hubiera pedido lo mismo, si alguien me hubiese preguntado.

No le importa ir al colegio los martes, porque tiene deporte y hogar. Los jueves también le parecen bien, que son los días en que recibe clase de música, artes plásticas y baile. Los demás días, con sus horas dedicadas a las matemáticas o el alemán le resultan algo más tediosos y ni siquiera la presencia de sus amigos, a los que tanto añora durante las vacaciones, le compensa de los ratos que ha de pasar escribiendo o contando. Hace tiempo que llegó a la conclusión de que un duende cuyas principales aficiones son el baile y la decoración de interiores, solo necesita aprender qué pasos son los adecuados para acompañar cada ritmo o cuál es el mueble más apropiado en un dormitorio, y actúa en consecuencia. Creo que tiene razón. Lo más importante en la vida es disfrutar de lo que hacemos,  aunque ello signifique renunciar a cosas tales como la tabla del 8 o los cuatro casos de la gramatica alemana, por ejemplo.

De momento ha decidido ir al colegio sin renegar mucho, porque están preparando la fiesta de Halloween, que es una de sus
favoritas. En realidad cualquier fiesta en que pueda disfrazarse le parece bien, aunque muestra poca imaginación para escoger su traje: payaso o pirata, preferentemente el primero. Pintar su cara de blanco, colocarse la nariz roja y llevar un pantalón enorme y de colores vivos, es una de sus grandes aficiones. Creo que le gustan los piratas por el pantalón de rayas, pero pierden mucho en su estima al llevar un maquillaje tan discreto. No se puede comparar un triste bigote o una cicatriz pintada en la mejilla con esa maravilla de rostro enharinado.

Las dos de la mañana. Primero llegó el sonido de la música, luego el ruido de pasos en la escalera. Unos ojos rasgados como los de un chinito me miran desde el hueco de la puerta. Se me acerca una mano portando un vaso vacío y, sin palabras, hace un gesto pidiendo que lo rellene. Dentro de unos minutos el propietario de la mano y los ojos pedirá el primer desayuno.

Empieza un nuevo día y el duende se prepara para ir al colegio.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Feliz año nuevo



Adios, playa
Se acabaron las vacaciones y casi también el verano. Los primeros frutos del otoño empiezan a estar en su punto, algunos árboles se visten de rojo y dorado, las noches se vuelven más frescas y el mundo comienza a funcionar después del parón veraniego.

El año pasado por estas fechas me preguntaba por qué no celebramos el comienzo del año este mes*, puesto que es la época en que renacemos a la vida cotidiana. Este año no me pregunto nada más: me limito a celebrar a mi manera el nuevo año.

Lo primero que he hecho ha sido salir de compras. Libros, carpetas, lápices, ropa y zapatos deportivos... Material escolar que se acumula en la mochila y un par de bolsas más, esperando a ser estrenado en los próximos días y ropa nueva que va rellenando los huecos que deja la que ya no puede ser utilizada debido a que su propietario ha vuelto a crecer.

Lo segundo ha sido cocinar mi primer estofado tras las comidas veraniegas. La frescura y el color del gazpacho y las ensaladas han cedido el paso al monótono marrón de unas lentejas que, pese a lo aburrido de su aspecto, han sido muy bien recibidas por los comensales. Quizá las echaban de menos ¿quién sabe?

La rutina a la que hemos regresado tiene algo a su favor: es tranquilizadora. Cuando el espíritu está
todavía triste por las despedidas tras las vacaciones y lleno de nostalgia por lo que
Recogiendo la cosecha
dejó atrás (los aromas familiares, los paisajes cercanos, las personas amadas), repetir los gestos acostumbrados actúa como un bálsamo, suavizando esos sentimientos hasta hacerlos desaparecer.  Por eso celebro mi nuevo año volviendo a las prácticas que me son habituales. Vuelvo a matricular a los estudiantes en sus respectivas escuelas, compro material escolar, cocino las comidas tradicionales... regreso, en fin a la rutina, porque a veces la mejor celebración consiste en no hacer nada especial. O que lo más especial que hagamos sea retornar al refugio de los hábitos que hemos ido creando a lo largo de nuestra vida.



Nos deseo a todos un feliz año nuevo y me despido del verano, las vacaciones, la playa, las comidas coloristas y el calor de los seres queridos que han compartido esos días. En su lugar doy la bienvenida al otoño, el hogar, las sopas y estofados, las clases, el estrés, los madrugones... y me consolaré pensando que ya queda menos para el próximo verano.

Empieza otro año.



* http://akreysa.blogspot.de/2012/09/ano-nuevo-en-septiembre.html