Para J., porque le debo una respuesta.
Parece que últimamente el tema „Dios“ surge contínuamente, cosa que no me extraña nada, porque es una de las cuestiones que más ha ocupado al ser humano desde que empezó a pensar. Yo, para no ser menos, también contaré mi experiencia.Mi relación con Dios y la religión ha sido fluctuante. Nacida en una familia en la que la mayoría de sus miembros son agnósticos, mi contacto con la religión fue el de las clases de esa asignatura en el colegio y poco más. Me bautizaron, porque cuando nací era obligatorio hacerlo, pero jamás se me exigió ir a misa o aprender el catecismo.
Un día, tendría yo unos trece años, un compañero de colegio me invitó a formar parte de un grupo que me interesó porque organizaban excursiones, tenían un club para reunirse al salir de clase y realizaban actividades de tiempo libre que me atrajeron. La sede del club estaba en el colegio San Francisco de Asís y se trataba de las Juventudes Seráficas, un grupo católico.
No hubo nunca presiones por parte de los frailes que nos dirigían y acompañaban. Se comportaron siempre como personas abiertas, dispuestas a hablar de todo sin referirlo a Dios, el Papa o la Iglesia. Con el tiempo me contaron que los frailes franciscanos siempre habían sido así: ropas pobres, todo de todos y amor incondicional para todas las criaturas, siguiendo la costumbre instaurada por el santo fundador de su orden.
En este grupo se realizaban también los llamados “retiros espirituales”, de los que pude participar varias veces y en los que conocí las misas más bellas que he visto en mi vida. No había altar, nos sentábamos todos en círculo y el sacerdote nos dirigía, pero cada uno hacía y decía lo que quisiera: una oración; una lectura de los evangélios, una poesía... cualquier cosa que nos apeteciera en ese momento. La comunión también era especial porque se colocaba una mesita en el centro con el cáliz y la patena, llenos respectivamente de vino y hostias consagradas. Cada uno se levantaba, tomaba su porción y volvía a su sitio. La idea era que nos sintiesemos parte activa y no meros espectadores, que viviesemos la religión como una parte de nuestra vida en la que éramos tan actores como en los exámenes del colegio. Durante el tiempo que formé parte de este grupo comenzó a crecer en mí el interés por Dios, la muerte y lo que viene tras ella; la vida y su sentido.
Como yo llegué a ellos sin educación previa no me sentía unida a una religión concreta, así que empecé mi búsqueda por varios frentes: leí la Biblia, el Corán, la Torá, la biografía de Buda y los escritos del Dalai Lama; me empapé de historias y leyendas hindúes, sintoistas y libros new age. De aquellos tiempos conservo aún la costumbre de encender varitas de incienso ante el altar de Kwan-Yin, mi diosa favorita, y la de canturrear mantras en sánscrito cuando estoy nerviosa o alterada por algo.
Aprendí que Dios está en todos los lugares y que nosotros somos parte de Él; que por ser solo “parte” no somos tan perfectos, pero que nos debemos respeto y amor a nosotros mismos, porque nuestra divinidad lo merece; que ese respeto lo hemos de hacer extensivo a todas las criaturas de la creación, porque entre ellos y nosotros hacemos el “todo”o sea, a Dios.
Un buen día me acerqué al Dios de los cristianos pensando que encontraría al mismo que me presentaron los franciscanos, pero no le encontré. En lugar de a Dios, hallé curas; en lugar de Iglesia, dí de bruces con la política; en lugar de seres buenos, tope con intransigentes, engreidos por sus púrpuras y convencidos de vivir en posesión de la verdad. En lugar del cielo, tropecé con el infierno y estaba lleno de demonios.
Tengo muchos motivos para creer en Dios, pero cuando alguien me pregunta, sobre todo si son personas de entorno cristiano, judio o musulman, no puedo evitar decir que no es así, porque automáticamente pienso en su Dios, en el modo en que viven sus creencias y me doy cuenta de que jamás podré creer en Él por la sencilla razón de que sus seguidores, tampoco lo hacen.
Es una pena, pero Nietsche tenía razón al decir que Dios ha muerto. No para “el mundo” o para “la sociedad”, es peor aún: empezando por las jerarquías eclesiásticas y terminando en las beatonas de misa y comunión diaria, Dios ha muerto para los cristianos.
La cuestión sobre Dios es una de esas cuestiones que, en ocasiones, preocupan profundamente a algunas personas, hasta el punto de que a veces las paraliza, y en las que más valdría esforzarse por plantear bien la pregunta que en tratar de encontrar una respuesta. Me explico:
ResponderEliminarEn un libro que leí hace tiempo y que trataba sobre las fronteras entre el pensamiento religioso y el pensamiento filosófico, hacían un planteamiento inicial para aclarar la cuestión sobre a qué tipo de preguntas nos enfrentamos cuando hablamos acerca de la existencia de Dios. Decía que los seres humanos nos podemos enfrentar a tres tipos de preguntas en la vida: preguntas tipo problema, preguntas tipo enigma y preguntas tipo misterio.
Un problema es aquél tipo de pregunta de la que conocemos todos los datos, todos los antecedentes, y frente a la que únicamente restaría que nos esforzásemos por encontrar la respuesta, analizando lo que conocemos sobre el asunto, contrastando opiniones y pensando racionalmente. El enigma sería algo parecido, si bien, es un tipo de pregunta sobre la naturaleza de una cuestión de la que que no tenemos el suficiente conocimiento como para que podamos encontrar una respuesta válida. Aún habría que seguir investigando y no precipitarse en responder. Aunque confiamos en que podremos encontrar una respuesta.
El misterio es también un tipo de pregunta, aunque distinta al problema o al enigma. Se trataría de ese tipo de pregunta sobre la que no cabe encontrar nunca una respuesta válida. Y no porque no conozcamos lo suficiente, sino porque en la propia naturaleza del misterio está la imposibilidad de darle una solución. En este tipo de preguntas entraría, por ejemplo, la pregunta sobre la existencia de Dios o si éste dirige o no el destino de los humanos. ¡Es un misterio!
Quizás el gran problema de las religiones, o mejor sería decir de muchos de sus dirigentes oficiales y sus acólitos, es que creen haber encontrado la respuesta al misterio. Ellos no se asombran ya ante el misterio, sino que creen haber encontrado “la verdad”, y así tratan de imponérsela a sus semejantes. Pero eso ya no es religión ni misterio, ni nada de nada. Como diría nuestro amigo Nietzsche, eso es sólo “voluntad de poder”, y nada más. ¡Política!
Reconocer el misterio allí donde se encuentre, que no nos paralice el hecho de que no podamos encontrar una solución, y mucho menos que queramos solucionarlo con una respuesta “falsa”, ésas son las cualidades de un ser humano verdaderamente religioso.
Si además de todo ello conseguimos que la esquiva naturaleza de la verdad, de lo oculto, no sólo no nos paralice sino que nos haga ser mejores personas, si nos ayuda a entender que somos seres finitos que necesitamos unos de otros y que hay algo sagrado en la naturaleza de todas las cosas, ¿que más da que Dios exista o no?
Tus respuestas son siempre aclaradoras pero hoy, más aun ¡es una suerte contar con un filósofo entre mis amistades!
ResponderEliminarYo diría que el último párrafo resume perfectamente lo que yo particularmente siento ahora mismo: no es importante si Dios existe o no. Lo realemente importante es reconocer lo sagrado de nuestra propia existencia y de todas las demás que nos rodean.
¡Gracias, Amparo! ;)
EliminarY si alguien no nos entiende cuando hablamos de "lo misterioso", "lo oculto" o "lo sagrado" y necesita algo más sólido y concreto en lo que creer, estoy seguro de que coincidirás conmigo en que el único dios que podemos recomendarle (en este caso, una diosa) es aquélla que todo ser humano reconoce y venera, sea hombre o mujer, sea creyente o ateo: ¡la Vanidad! :D