En mi casa vive un duende. Su aspecto es inconfundible: la piel, casi transparente de tan blanca; los ojos rasgados, traviesos, de mirada joven y, al mismo tiempo tan antigua como la historia de la tierra; las orejas, lígeramente puntiagudas y la sonrisa, entre simpática y traviesa.
Al principio pensé que tal vez fuera un elfo, pero la estatura y la constitución demuestran que no lo es. El carácter tampoco es el apropiado. Todos sabemos que los elfos son seres bondadosos, unidos siempre a los bosques, las plantas y el mar.
Los duendes, en cambio, suelen vivir cerca de los humanos, aunque no siempre se dejan ver. Les encanta tener animales y personas cerca para así gastar bromas, que es su entretenimiento favorito. No son malos, aunque a veces sus travesuras resultan maliciosas, como cuando esconden nuestra mejor blusa justo cuando necesitamos ponérnosla o se beben toda la leche que quedaba en la nevera, dejando el envase vacío para que no nos demos cuenta hasta el último minuto.
Normalmente desaparecen cuando han hecho la trastada, pero mi duende se queda por ahí cerca y cuando se le pregunta si ha sido él quien a derramado el agua sobre la alfombra o quien tiró las bolas de navidad por el balcón no tiene reparo en reconocerlo, aunque lo hace con una sonrisa pilla en los labios, como si en el fondo estuviese orgulloso de sus diabluras.
Nuestra vida a cambiado mucho desde que el duendecillo llego a casa. Ahora tenemos que andar con cuidado de no dejar las tijeras a mano, porque si las encuentra convierte la ropa en retales y las cortinas en hilachas. También debemos esconder las cerillas y mecheros, porque le encanta encender velas y hemos tenido que poner cerraduras en las ventanas, porque en cuanto logra abrir una se entretiene en tirar a través de ella cualquier cosa que se le ocurra, desde muñecos hasta vasos, pasando por libros, cacharros de cocina y ropa.
Cuando no logra abrir ventanas se entretiene cambiando los muebles de sitio. En el momento más impensado, aquel en que estamos tan tranquilos pensando que duerme, oimos ruido de armarios que son arrastrados de una habitación a otra o escuchamos como resopla al intentar colocar la cama de invitados en el pasillo. Eso también es típico de los duendes.
Parte de su colección de esponjas |
Lo único que le hace olvidar estas ocupaciones son sus esponjas de colores. Periódicamente cambia de esponja, aunque siempre tiene una favorita. Últimamente la preferida es Rosa. Le acompaña a todas partes: a pasear, a jugar al jardín, a dormir... donde va nuestro geniecillo, va Rosa con él. Se llama Rosa porque su compañero es muy práctico: bautiza a sus esponjas según su color o textura. Ya hemos conocido a Soft, Blau y Gelbe (Suave, Azul y Amarilla), pero Rosa ha durado más que otras en su puesto de predilecta. Hay únicamente dos sitios donde el duende no lleva a su mascota y son el colegio y (curiosamente, si tenemos en cuenta que es una esponja) la ducha. Cuando va al colegio Rosa queda colgada del perchero, al lado de la puerta, como esperando el regreso de su dueño. Cuando se ducha la coloca en algún lugar donde no le salpique el agua, pero lo bastante cerca como para no perderla de vista.
El duende y Rosa, durmiendo |
Definitivamente ha cambiado nuestras vidas, pero no solo por que tengamos que preocuparnos de sus trastadas. Ha hecho algo mucho más importante: nos ha recordado que para ser felices es suficiente con encontrar motivos para sonreir, aunque sea un momento delicado y tener alguien en quien confiar, aunque sea una esponja.
Lo que hace del mundo un lugar maravilloso, lleno de fantasía y ternura, no son los duendes ni las hadas ni los elfos, sino los personas que creen en ellos y los ven allí donde se ocultan.
ResponderEliminarGracias, Daniel, por la parte que me toca y porque estoy segura de que tú también crees en duendes y hadas.
EliminarHay quien cree que ver este tipo de criaturas es una pura superstición, que lo de creer en duendes es un defecto de la razón y nada más. No se dan cuenta de que no es una cuestión de razón, de intelecto, sino de sensibilidad. Se cree en los duendes porque "se los ve", se los siente; y se los quiere, pese a ser tan traviesos como tú misma dices y hacernos tantas trastadas.
EliminarCualquiera que lea la ternura con la que has escrito esta publicación tuya del blog se dará cuenta de que te sobra sensibilidad para ver y creer en duendes y hadas. Tanto es así que estoy por pensar que son ellos los que deben de andar revolucionados tratando de encontrarte para así ser vistos por un humano (seguro que se ha corrido la voz). No creo que sean muchos los humanos capaces de ver y sentir lo que tú cuentas en tu blog. Y esto deben de saberlo ya también los duendes.
Yo aún creo en duendes, lo confieso, pero, aunque suene paradójico, ya sólo creo en ellos con la razón; pues hace tiempo que ni los veo ni los siento. Para mí son sólo un recuerdo.
Pero soy afortunado de conocer a alguien a la que seguro deben de adorar los duendes...
Ampa, maravillosa entrada; y maravilloso duende.
ResponderEliminarMe quedo con muchas partes de este texto que me ha hecho sonreír de principio a fin; pero, especialmente, con la última frase: "y tener alguien en quien confiar, aunque sea una esponja".
Sencillamente, genial.
Gracias por tu comentario ¡Y ya sabes lo que tienes que hacer si quieres conocer al duende!
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