jueves, 23 de febrero de 2012

Emigrantes del siglo XXI


En estos tiempos tan malos para la economía muchas personas planean emigrar a otros lugares. Con los ojos abiertos de asombro leen en el periódico maravillas sobre lo bien que se vive en otros países y desean formar parte de ese bienestar. Y comienzan a soñar...

Se ven a sí mismos llegando a un país extranjero un lunes, con alojamiento y puesto de trabajo el miércoles y disfrutando de toda suerte de comodidades antes del sábado, así que preparan la maleta y emprenden el camino a la tierra de leche y miel.

La migración está unida a la historia de la humanidad desde sus principios: el hombre primero fue nómada y solo la agricultura logró unirlo a una tierra concreta. A veces se veían obligados a dejar esa parcela, por una temporada de sequía especialmente dañina, una guerra, cualquier cosa que trajera hambre o miseria y que forzaba a la gente a buscar otros pagos más propicios.
Estas situaciones adversas se han venido repitiendo periódicamente desde que el hombre bajó de los árboles, así que no tiene nada de extraño que de nuevo, ante la necesidad de verse obligados a escoger entre la miseria o la oportunidad, se escoja esta última.

Hoy en día emigrar no es lo que era hace sesenta años: nadie sale de su país en un tembloroso y lento tren, portando una maleta de cartón, cerrada gracias a una cuerda que la rodea, en la que se guardan una muda y un chorizo y que representa todas las pertenencias de un ser flaco y demacrado por el hambre, que huye de las penurias con el corazón roto por la pena de la separación y el miedo asomando a los ojos.

La maleta actual es sólida, tiene ruedas que facilitan el transporte y lleva en su interior varias mudas de ropa y, probablemente, ningún chorizo que pueda manchar la camisa blanca o los pantalones buenos que vendrán de maravillas para las entrevistas de trabajo. La tristeza de dejar atrás a la familia se ha convertido en un hasta luego, porque las comunicaciones son lo bastante buenas como para salir de casa confiados en que, a más tardar, en Navidad volverán a estar todos juntos. Los ojos tal vez brillen de excitación ante lo desconocido y no haya lugar para las lágrimas. Todavía.

Lo malo viene después. Cuando descubrimos que ese país también tiene burocracia a la que enfrentarse, obreros en paro y xenófobos, igual que el nuestro; que hoy en día no le hacen un contrato a nadie que no domine el idioma; que el vecino de al lado nos ve como una amenaza a su estatus y piensa que el desempleo de su tierra es culpa de los extranjeros en general y nuestra en particular; que vivimos solos en el sentido más amplio de la palabra.

Si las cosas acaban bien o mal ya es una cuestión de esfuerzo y suerte. Hubo un tiempo en que eran mayoría los que acababan integrándose perfectamente y sintiendose hijos de dos patrias. De los que emigran hoy solo un puñado llegará a superar las primeras pruebas y, de esos pocos, un porcentaje igualmente pequeño se sentirá algún día realmente feliz con su decisión.

Lo que ninguno de los que se quede en la tierra de acogida podrá evitar, independientemente de cómo se desarrolle su estancia, será la nostalgia. Y es que el país más miserable del mundo, para quienes han nacido en él, se parece al paraíso cuando se mira desde lejos.

Fotos:http://www.omni-bus.com/n11/
http://www.moonmentum.com



2 comentarios:

  1. Gracias, Amparo.
    Soy una emigrante del siglo XX-XXI y puedo entender perfectamente tus palabras.
    Auro

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