domingo, 28 de abril de 2013

Palabras olvidadas



Quevedo luciendo "quevedos"
Hablando de recuerdos musicales, una amiga nos mostró un vídeo en el que se trata del tema relacionándolo con antiguas películas españolas. En él apareció la figura, para mí inolvidable, de Miguel Ligero, el mejor “don Hilarión” que jamás tuvo “La verbena de la Paloma”.  En su divertida “Copla de D. Hilarión” (aquella que decía lo de una morena y una rubia...) el entrañable boticario se plantea si las chulapas le querrán solo por su dinero, pero descarta la idea diciendo “Pero, ¡ca!” usando una palabra que oí alguna vez de pequeña, pero que parece haber desaparecido hasta de los labios de personas mayores.

¡Ca! interjección con la que se denota negación o incredulidad, recogida en el diccionario de la RAE, pero ya en desuso. Y, sin embargo, qué contundencia en dos letras; cuánto poder escondido en una sola sílaba ¿Por qué no volvemos a usarla? Es más fácil decir ¡ca! que ¡sí, hombre, porque tú lo digas! así que voto por recuperarla ahora mismo.

Las palabras, como los largos de falda y los lugares de veraneo, tienen modas: mis hijos llaman cool a lo que para mí era virguero y yo llamo avión lo que mis padres calificaban de aeroplano. A veces las modas nos traen colores favorecedores y otras no, así que no siempre las seguimos a rajatabla ¿no deberíamos hacer lo mismo con las palabras? Estamos dejando en el camino algunas realmente sonoras y expresivas, junto a otras que no necesitamos más. Abandonar estas últimas es razonable, pero no hay motivo para arrinconar las primeras, así que propongo que tratemos de recuperarlas.

Cuando yo era niña solía comprar mis chucherías en un kiosko cuya vendedora era una anciana. Siempre vestida de negro de la cabeza a los pies, escuchaba
Dos reales
nuestra petición y nos la ofrecía con sus manos arrugadas y ligeras. Decía poco, un saludo apenas audible para su propio escote al llegar y, por fin, tras darnos los caramelos, las palabras que siempre deseaba oir, para demostrarle que sabía de qué me hablaba: “Son dos reales”. Y yo, que antes de conocerla sabía tan solo de pesetas, me hinchaba de orgullo al tenderle mi moneda de cincuenta céntimos, pues mi padre me había explicado lo que eran esos misteriosos “dos reales”. Esta es una de esas palabras que quizá no necesitaremos más, pero que costó mucho de erradicar entre las personas de más edad, como ocurre ahora con las pesetas, pese al mucho tiempo que ha pasado desde la desaparición de esta moneda. Es curioso como la gente se aferra a cosas que no tienen la menor utilidad y en cambio olvidan otras mucho más prácticas, en ocasiones favoreciendo la entrada de extranjerismos innecesarios, como ese “cool” de mis hijos.

En otro tiempo, la mujer  amasaba pan o bizcochos echando la harina y demás ingredientes dentro de la artesa y miraba que la ropa no estuviera demasiado tiempo a remojo con el añil, para que el color no resultase excesivamente intenso. El hombre iba a la fábrica o el taller, donde se vestía con un overol, que protegía su cuerpo y ropa de las manchas. La mujer tomaba luego la sera (sereta, decía mi abuela) y marchaba al mercado, aunque hubiera una canícula que le obligase, a la vuelta, a tomar un pediluvio. No compraba de todo en el mercado: a veces se acercaba a casa de su comadre y, golpeando la aldaba, lograba que le abriesen la puerta y pasaba al interior de la casa, donde hacían trueque, cambiando sus labores de bordado por una docena de huevos. Era lo más lógico ¡no iban a comprar todo al botarate del mercachifle, cuando entre ellas lo podían arreglar!
Al llegar el domingo vestían sus mejores galas para ir a  tomar el vermú (aún se dice en Madrid) y, como no eran ricos, abrían la alcancía y sacaban un par de monedas. Se vestían de tiros largos, pero sin exagerar, no como ese petrimetre del tercero, que todos saben que en realidad es un quiero y no puedo. El marido no es quisquilloso: con su ropa de domingo y su bisoñé cubriendo la cabeza calva, va tan pimpante. Los niños acaban la jornada hechos unas zarrapastrosos, pero ya se sabe que los críos tienen que jugar, aunque se manchen. Las niñas en cambio deben conservar su compostura: está bien que sean pizpiretas, pero no tanto como para que alguien las califique de arrastradas, que a la madre le daría un soponcio si se enterase de algo así. Recuerda la mujer lo que pasó con la descocada de la hija de los del entresuelo: fue a dar con el tarambana del portal de enfrente, que no era más que un picaflor, y acabó encinta. La cosa no trascendió porque lograron casarla deprisa y corriendo, pero ahí está ahora, con tres chiquillos, otra vez en estado interesante y pasando apuros por culpa del zopenco del marido.

Llega la noche. Es hora de dormir, así que colocan el vaso de agua sobre la mesita y la bacinilla bajo la cama. La madre piensa en cómo ha transcurrido el día y da gracias en su corazón de que sus hijos sean tan linces, no como los del fantoche de su cuñado, al que le han salido los cinco a cual más pazguato y pánfilo. Claro que su cuñado es un papanatas y su cuñada una babieca ¿cómo iban a salirles?

A mí me parece que si llego a escribir ese mismo texto con palabras más actuales me hubiera salido un churro, pero así, con esas palabras casi, casi, parece literatura ¿verdad?

 

 
Bacinilla


 

 

Por si acaso alguna palabra es demasiado oscura: http://www.rae.es/rae.html



Fotos:
www.wikipedia.de
www.nogueranaturalmente.com
www.todocoleccion.net

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