Dicen que
cuando nos hacemos mayores nuestra memoria cambia su modo de funcionar:
olvidamos lo que ocurrió esa misma mañana, pero recordamos con precisión lo que
estábamos haciendo el día X, treinta años atrás. Yo debo estar haciéndome
mayor, porque hoy he recordado a mis abuelos. Solo conocí
a tres, ya que uno de ellos murió siendo sus hijos niños aún, pero
tengo recuerdos de los cuatro, pues la presencia de mi abuelo materno fue una
constante en nuestras vidas. Mi abuela, su viuda, no dejó pasar un día sin
hablar de él, así que, entre anécdotas y fotos, estuvo tan presente como los
otros tres.
Debo empezar
por explicar que yo nunca tuve cuatro “abuelos”, en realidad, como hacía saber
a todo el que me preguntaba siendo niña todavía, yo tenía "un abuelo, en el
cielo, una abuelita en Telde y dos yayos en Valencia". James Wyatt y su nieta Mary |
A los yayos
les visitábamos una o dos veces al año y, pese a que también estaban allí mis
primos con los que podía jugar y salir cuanto quisiera, ellos eran el centro de
nuestras visitas. El yayo nos llevaba a pasear y nos compraba agua de cebada.
Él se tomaba un café solo, sin azúcar, nos regalaba los terrones, que
devorábamos con deleite, y nos enseñaba a hacer barquitos con las hojas de una
planta (nunca supe el nombre) que crecía al lado de la fábrica de hielo. Nos
explicaba para qué servían las acequias y nos mostraba las plantas de la huerta
cercana. Se levantaba temprano para ir a trabajar y lo hacía silbando alguna
cancioncilla, pues siempre estaba de buen humor. Nunca hablaba del pasado,
porque vivió la guerra civil española en zona roja, tuvo que ir a luchar,
estuvo encerrado en un campo de concentración y no quería volver a sufrir lo
mismo, aunque fuera en el recuerdo. Eso lo descubrí más tarde, claro, de
pequeña ni lo sabía, ni me importaba. Lo único que me interesaba era que mi
yayo silbaba mucho y que por las noches se sentaba en su mecedora a leer. Yo tenía
permiso para ocupar un pequeño banco de madera a su lado y mirar cómo leía,
hasta que aprendí y se me permitió tomar un libro de la estantería, para
acompañarle en la lectura.
En la otra
mecedora se sentaba la yaya. Imaginemos por un momento una abuelita de cuento y
tendremos una idea bastante aproximada de lo que era mi yaya: el cabello, muy
blanco, recogido en un rodete sobre la nuca; los ojos azules, llenos de ternura
y bondad; los labios,
curvados en una sonrisa de orgullo al mirar a sus nietos,
se abren solo para contar un cuento o leer un fragmento del libro que sostiene
en sus manos. Se viste con una bata floreada durante el día, para que no se
estropeen sus ropas con el trabajo de la casa. Por la tarde, se pone una falda
recta, de un color discreto, y una blusa estampada para salir al encuentro de
su esposo, que le espera en la cafetería. El le ofrece su brazo, que ella toma
con un gesto de placer, y comienzan su paseo. No he vuelto a ver un hombre más
orgulloso de su mujer, ni una mujer más feliz con su hombre. Cuando el yayo murió, ella rompió su silencio
y me contó la historia de mi familia. Empezó por hablar de sus padres y
hermanos y continúo contando: cómo conoció al yayo y se enamoró de él; cómo se
casaron, pese a la oposición de mi bisabuela; me habló de sus hijos, cinco en
total, de los que dos habían muerto en la infancia; me habló de la república,
de la guerra, de la dictadura, de la cárcel y el regreso del marido. Conocí una
historia de dolor y penurias, pero también de alegrías compartidas, de trabajo
a cuatro manos para sacar a los hijos adelante y darles estudios y una vida
digna. Cuando murió no dejó en mí un vacío. Al contrario: se fue después de
llenar mi vida y mi memoria con la historia más bella que nunca había
escuchado: la de mi propia familia.
Una bella abuela anónima |
Mi abuelo
Luis fue ese abuelo presente-ausente que comentaba antes. Vivió siempre entre
nosotros, porque así lo quiso su esposa, que nos hablaba de él con un afecto y
un respeto inconcebibles, si tenemos en cuenta que cuando yo nací llevaba ya
veinte años viuda. No voy a hablar mucho
de él, porque es mi abuela la que realmente jugó un papel en mi vida, pero como
los genes se heredan, explicaré que lo que más me aasemeja a él es el
hecho de que estudió, además de Derecho, Filosofía y Letras: ejerció de
abogado, pero también colaboró con alguna revista, escribió poemas (de corte
claramente romántico) y me dejó todo eso en herencia, así que yo ahora estudio
Lengua y Literatura Españolas y escribo, con menos romanticismo y en prosa, siguiendo
su huella.
Abuelita
María, que no “abuela”. Dicen sus hijos que fue una madre de modales tiránicos,
pero debió ir perdiendo la fuerza con el transcurrir de los años, porque llegó
hasta mí como una amiga, una compañera y una confidente. Cuentan en la familia
que yo era su nieta favorita. Lo que sí fui, sin duda, es la que más se ocupó
de ella, dentro de las limitaciones que impone la lejanía. Hasta dos días antes
de su muerte le telefoneé una vez por semana y le escribía dos. Abuelita
adoraba las cartas y yo aún conservo las suyas (menos que las mías, por
cierto), como otros conservan las cartas de sus amantes. Se casó muy joven con
el amor de su vida y le fue fiel hasta la muerte. Si eso se debió a su sentido
del deber, su deseo de conservar la independencia o porque no hubo hombre capaz
de aguantarla, no lo sé, ni tampoco me interesa demasiado. Yo
fui su primera
nieta. Cuando nací tenía cuarenta y ocho años y hacía seis meses que había
muerto su madre, así que fui recibida con la alegría que proporciona un bálsamo
contra el dolor y con la energía de una mujer joven aún y llena de vida. La recuerdo haciendo ganchillo casi todo el
día, cocinando platos típicos canarios con verdadera maestría y rezando con su
devocionario. Era católica, pero sin exageraciones y nada le hacía reir más que
un buen chiste “de curas”, sobre todo cuando lo contaba el provocador de su
hijo pequeño, mi padrino, que era un artista haciendo “maldades”. No contaba
cuentos ni historias, a menos que el protagonista fuera mi abuelo, pero si
anécdotas de su juventud y de la infancia de sus hijos (sobre todo de mi madre,
que fue todo un personaje). Me enseñó a recitar poemas y le gustaba que le
leyera los que yo escribía. Siempre decía que yo era como mi abuelo y que tenía
que escribir mucho, pero yo he tardado muchos años en seguir su consejo. Un día
se metió en la cama, se durmió y allí la encontraron al día siguiente, con el
gesto tranquilo, descansando y ¿quién sabe? tal vez soñándose ¡por fin! en los
brazos de su querido esposo. Todavía la echo de menos.
Sí, definitivamente, les echo mucho de menos.
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Amor, en mayúsculas |
Un abuelo encantador |
A veces me
miro al espejo y me veo por fuera y por dentro. Entonces se me aparecen ellos: veo
al yayo, de quien heredé la costumbre de arreglar por mí misma lo que se rompe
en casa, sea un grifo o una puerta que no cierra bien, pasando por pequeñas
tareas de carpintería; veo al abuelo Luis, que me legó el amor por la palabra y
el impulso de reflejar por escrito mis sentimientos y vivencias; veo, en la forma
de mis ojos (ya que no en el color), en mi naríz y en mis labios los rasgos de
la yaya; veo en el color de mi pelo, mi escasa estatura y sentido de la
indepencia a abuelita. Les siento parte de mí, origen de mi historia. Son las
únicas raices que tengo y, por tanto, lo que me une a las dos tierras a las que
pertenezco por igual. Agradezco a mis abuelos el tiempo que me dedicaron, las
historias que contaron y las que crearon conmigo. Ellos fueron el centro de mi
familia, el eje alrededor del cuál girábamos todos. Me regalaron algo que nunca
nadie me dió, antes ni después de ellos, con tanta generosidad: su tiempo.
Sí, definitivamente, les echo mucho de menos.
Fotos:
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Amparo, no tengo palabras para explicar todo lo que he sentido y todo lo que he revivido mientras lo leía. Me ha emocionado muchísimo!! Yo no se escribir lo que siento, pero tú lo haces por mi. Gracias!!!!
ResponderEliminarQué privilegio has tenido Amparo, cuando nací en la tierra de tus yayos no me quedaba uno vivo, pero siento tu nostalgia porque mi madre fue también una yaya fantástica y mi hermana empieza a ejercer ahora , y flota en el recuerdo y en el presente la misma paciencia , disponibilidad , ternura y sabiduría infinita que compartes, si acaso ahora con menos miedo.Gracias por regalar sentimientos tan nobles.
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