domingo, 30 de octubre de 2011

Volver a empezar (y IV)

La tienda estaba llena de gente y Lola paseaba entre ellos repartiendo sonrisas, pendiente de que todos tuvieran algo para beber, parando ante este o aquel grupo para cruzar unas palabras de agradecimiento por su presencia en la reinaguración de la librería.

Lo había logrado. Superó el infarto, la separación y dejó atrás los problemas legales, con mucho esfuerzo pero también con muchas ganas de mantener su negocio con vida. Lo peor había sido el encarar a Carlos por dos veces en los tribunales. Por una parte su divorcio, por la otra la estafa. Ante la audiencia por la causa de desfalco exculpó a Lola, reconociendo que había actuado solo y asumiendo toda la responsabilidad. No lo hizo por afecto o cargo de conciencia. Sencillamente ello le permitió llegar a un acuerdo con la fiscalía para no ir a la cárcel. Al final se libraría pagando una multa que tal vez no llegase a abonar nunca, puesto que por el momento estaba sin trabajo.
El divorcio resultó más complicado. Su exmarido hizo lo que pudo por impedirlo, negándose a cualquier tipo de acuerdo. Ella pensaba que él se sentía asustado ante la idea de vivir en soledad, de empezar de nuevo sin tener el apoyo de alguien. Luego cambió de estrategia: Aceptaba el divorcio, pero si ella le pasaba una pensión para vivir y le permitía compartir el domicilio matrimonial. Ella se negó, por supuesto y tuvo la suerte de tener el mejor abogado de los dos. La vivienda se la quedó ella, puesto que era de su propiedad antes de casarse y no entraba en los gananciales. En cuanto a la librería, que sí era de los dos, tras mucho tira y afloja, le compró su parte. Para Lola era doloroso tener que pagar a quien había provocado la ruina de su negocio, pero en aquel momento hubiese hecho lo que fuera por sacar de su entorno a Carlos.
En cuanto se resolvieron los juicios comenzó a trabajar de nuevo para reabrir la tienda. Lo había decidido unos meses antes, tras su primera visita a la tienda después del infarto.
Cuando atravesó la puerta de la librería apenas pudo dar unos pasos de tanto como le temblaban las piernas. Apoyó la espalda contra la pared, se deslizó hasta quedar sentada en el suelo y rompió a llorar amargamente.
No recordaba cuánto tiempo pasó sollozando, pero sí que, de repente, se vió a sí misma con el rostro cubierto de lágrimas, abrazada a sus piernas y pensando en lo desgraciada que era y no le gustó esa imagen. Secándose las mejillas miró a su alrededor y descubrió que no quería desprenderse de su negocio, así que se prometió a sí misma que volvería a levantar la librería y que volvería a vivir de su trabajo allí. No estaba dispuesta a renunciar a su sueño.
Ahora estaba allí, rodeada de amigos, celebrando la reapertura de la librería. Se acercó a un grupo en el que le presentaron a un hombre desconocido para ella, pero cuyo rostro le resultaba familiar, aunque no lograba recordar dónde le había visto antes. Pensó que probablemente sería un antiguo cliente. Había pasado tanta gente por la tienda en la etapa anterior que a veces le parecía conocer a toda la ciudad, por lo menos de vista.
Resultó ser una persona amable y culta con quien simpatizó enseguida. Sostuvieron una charla muy agradable y quedaron para verse otro día para continuar su conversación con más tranquilidad.
Al separarse de él y dirigirse a otro corrillo se le escapó una sonrisa. Con el negocio en marcha, su casa para ella sola y con las riendas de su vida en sus propias manos le parecía que esta realmente volvía a empezar.


***************

Miguel salió de casa silbando entre dientes. Iba a acudir a la que sería su primera cita desde hacía meses concertada por él mismo y con una mujer a la que había conocido sin que su hermano interviniese.
En cuanto le quitaron los vendajes Andrés decidió que ya estaba "maduro para relacionarse con el hembraje", según sus propias palabras, que más parecían sacadas de un tango, y comenzó a presentarle a todas sus amigas. Incluso le preparó encuentros con compañeras de trabajo y hasta con perfectas desconocidas a las que encontraba casualmente en los locales donde solía acudir los fines de semana.
Al principio se nego en redondo. Tenía más interés en conseguir trabajo y, sobre todo, en recuperarse de las lesiones tanto físicas como mentales. La pierna, sobre todo, le estaba dando mucho trabajo. Todavía cojeaba levemente al andar, pese a que ya hacía meses que le habían quitado los vendajes y había conseguido el alta definitiva.
Con el tiempo comenzó a aceptar alguna que otra cita, pero no había cuajado nada. Seguía con el ánimo dolorido y le había quedado una gran desconfianza hacia las mujeres. También esos sentimientos fueron calmándose con el tiempo y ahora se notaba realmente preparado para iniciar una relación.
Había sido un proceso largo, pero en cuanto logró un nuevo puesto de trabajo todo empezó a funcionar mejor.
Prorrogó su estancia en casa de su hermano hasta que descubrió un pequeño estudio en la última planta de la finca en que Andrés vivía que se acomodaba perfectamente a sus necesidades. Lo alquiló, y se mudó a vivir en él, aunque pasaba muchas horas en el apartamento.
Las charlas diarias con su hermano se habían convertido en imprescindibles para ambos, así que todas las tardes, tras la jornada laboral, se reunía con Andrés, cenaban juntos y se contaban lo que habían hecho durante el día, hablaban de deportes, política, mujeres... Todo cuanto les preocupase o interesara iba surgiendo una velada tras otra.
Así, entre copas de vino y palabras, fue curando su alma y disponiéndose a revivir del todo.
Tenía un buen trabajo, casa propia, su hermano cerca e iba a tener una cita con una mujer encantadora. La vida volvía a sonreirle y el le devolvía la sonrisa.
El intento de suicidio quedó lejos y le parecía increible haber sentido alguna vez el deseo de matarse.
Además de haber logrado un divorcio rápido había conseguido trabajo y techo propio. Decidió que era hora de comenzar a disfutar de la vida.
Un amigo le invitó a la inauguración de una librería cercana y decidió acompañarle. Su amigo resultó serlo también de la dueña de la tienda y se la presentó durancte el acto. Entre ambos surgió una corriente de simpatía inmediata. Parecía como si ya se conocieran de antes, como si ambos hubieran vivido experiencias similares, por la rapidez con que se estableció la conexión entre los dos. Concertaron una cita, a la que acudía en ese momento.
Cuando llegó al punto de encuentro y vió a Lola pensó que el destino ponía en su camino una oportunidad que no debía desaprovechar y decidió disfrutarla con toda su energía.
Le parecía que, ahora sí, su vida volvía a empezar.

domingo, 23 de octubre de 2011

Amor no es un dios griego (Para una rosa cuyo perfume atraviesa continentes)



Si preguntamos a la gente cuál es el sentimiento más importante, probablemente contestarían que el amor. Si a renglón seguido les pidieramos que lo definieran, muchos se sentirían incapaces y alguno que otro nos daría una explicación en la que aparecerían palabras como hombre, mujer, corazón, celos, sexo y otras por el estilo. Esto sucede porque normalmente se asocia el amor con las relaciones de pareja y olvidamos todos los derroteros que pueden tomar los afectos.


El amor es una afinidad que surge entre seres o entre un ser y un objeto o varios y que no siempre tiene una connotación sexual: Amamos nuestros libros, a nuestros hijos o nuestra casa y en ninguna de estas relaciones hay atisbos de sexo.


Claro que hay relaciones en las que el sexo sí ocupa un lugar. De honor, me atrevería a añadir ¿qué sería de las parejas, novios, esposos, sin el sexo? El erotismo, como la lengua según el lema de la Academia, limpia, fija y da esplendor. No hay nada más perfecto que practicarlo con alguien que nos conozca bien, cuyo cuerpo no tenga secretos para nosotros y al que podamos entregar el nuestro sin reparos. Seguramente por eso a las relaciones no esporádicas, las que mantienen parejas establecidas, se les llama "hacer el amor", tan unidos están ambos conceptos en nuestra mente.


El sexo tiene un componente catártico, de ahí el haber escrito que "limpia". Ocurre a veces que el climax viene acompañado de un intenso deseo de llorar o de gritar, de echar fuera de nosotros el dolor, la frustración, la tristeza. Después de ese momento nos sentimos mucho mejor, más relajados espiritualmente.


Nunca entenderé porqué algunas religiones demonizan el sexo, cuando este siempre nos acerca al cielo. No me refiero a lo agradable que pueda ser desde un aspecto físico, sino a que nos tranquiliza, nos ayuda a calmar otras pasiones, sobre todo las negativas, los estados depresivos se aminoran, llegando incluso a desaparecer y nos resulta más fácil ser amables y compasivos con los demás. Tras un orgasmo todos somos más buenos.


En la tradición hindú el sexo (Kama) es uno de los propositos de la vida, tan importante como los otros tres: Dharma o acción correcta; Artha, la obtención de bienes y Moksa, la liberación. En esta filosofía se enseña que esa "liberación" contiene los otros tres principios. Para acceder a ella hay que incluirlos en nuestras vidas: Obrar bien, disfrutar de una economía saneada y practicar el sexo.
El libro más importante de los que aluden al Kama es el famoso Kāma Sutra, cuyo título significa aforismos de la sexualidad y en él se habla de las relaciones entre hombre y mujeres. Aunque lo más popular del mismo sea el capítulo en que se refiere a las posiciones sexuales, no era esta la intención de su autor, Vatsiaiana, quien pretendía hacer de las prácticas sexuales algo profundo y encaminado al Moksa. Es decir, lo mismo que pensamos nosotros, solo que suena mucho más exótico dicho en sánscrito.



Del amor sin sexo o el sexo sin amor también se pueden decir muchas cosas, la mayoría positivas, pero los dejaremos para otra ocasión. De momento me conformo con recordar que el sexo es importante desde el nacimiento y que solo tiene tres reglas que cumplir:
Si compartes el erotismo con otro u otros, respétalos y hazte respetar.
Si lo practicas solo, haz lo que quieras.
En cualquier caso, disfrútalo.

A mis preocupados amigos

Mi última entrada en el blog ha causado una terrible conmoción entre mis amigos ¡nunca había recibido tantos mensajes como resultado de una publicación! y, salvo uno, todos me han escrito o telefoneado terriblemente preocupados por mí, mi salud mental y mis aparentes deseos de morir, así que me gustaría aclarar algunos puntos.
Escribir sobre la muerte no es invocarla, es prepararse para aceptar lo que llegue... cuando llegue.
Una vez puesto esto en claro os pediría que releyerais lo escrito, esta vez más despacio y fijándoos bien en lo que dice el texto. Quizá así os deis cuenta de que hablo de aprovechar bien el tiempo, de hacer cosas, de no renunciar a la realización de los sueños. En suma, de sacar el jugo a cada minuto.
Porque nunca se sabe lo que traerá el día siguiente, recomiendo vivir el presente, disfrutándolo, paladeando todo lo que nos vaya ofreciendo.
Yo no quiero morirme nunca. Lo que de verdad me gustaría es que algún dios se enamorase de mí, como Eos de Titono, y me concediese la inmortalidad (¡que no se olvide esta vez de dejarme también la juventud, por favor!), pero mientras espero el milagro prefiero prepararme, que parece que los dioses ya no andan paseando por la tierra, así que tengo pocas posibilidades de lograr algún regalo de ellos.
Una amiga muy querida calificó la entrada de triste, aunque yo no creo que tenga razón. Lo sería si se convirtiera en la excusa para hundirme en la desesperación y sentarme en un rincón a esperar lo inevitable. Al contrario: Se trata precisamente de mirar el presente con optimismo, de deleitarse con un buen libro, de apasionarse por ese actor tan guapo, de reir a carcajadas y soñar con las cosas buenas que vamos a conseguir, de no dejarnos vencer por los malos momentos, de abrir los brazos a la buena gente que vamos conociendo... se trata de Vivir, en mayúsculas.
La vida es hermosa, incluso cuando ocurren cosas feas. Y, por encima de todo, es singular: Esta vida o ninguna. No soy tan tonta como para pensar siquiera en deshacerme de la única oportunidad que voy a tener de disfrutarla

sábado, 22 de octubre de 2011

Divagando al bajar la escalera



Cuando se llega a la mitad de la vida lo primero que se piensa es que ojalá lo fuese de verdad. Porque lo que llamamos "mitad de la vida" son los cincuenta años y, seamos realistas, poca gente de cincuenta años vivirá otros cincuenta más.

Yo, particularmente, no creo que viva otros veinte. No es que mi vida sea insana del todo, pero nadie me pondría de ejemplo para futuras generaciones; fumo, bebo exclusivamente cola, té y café, no como apenas y duermo, cuando consigo dormir, cuatro o cinco horas por día.
Varios familiares cercanos enfermos de cáncer y un par de víctimas de problemas respiratorios, por no mencionar los cardiacos avalan mi argumento.

En pocas palabras, que ya empiezo a bajar la escalera. A partir de ahora descubriré cada día una nueva arruga, perderé vista y hasta oído, mis movimientos se harán lentos y, si doy con la gente adecuada, me cederán el asiento en el autobús.
Viviré un apagarse tontamente, hasta que llegue el día en que se me olvide respirar y vayamos de entierro. Mi entierro. Y sí, vayamos. Yo también iré ¡qué remedio! Lo que pasa es que no lo disfrutaré tanto como el resto de asistentes.
Hasta eso tiene un punto absurdo: Uno va a su propio entierro, es el protagonista del evento y no puede gozar de su momento de gloria. Es una faena que para una vez que nos dejan pasar al principio de la cola no nos haya de servir más que para ser cubiertos de tierra.
Estos pensamientos parecen muy negros y más de uno preferiría hablar de otros temas, pero son inevitables en ciertos momentos de la vida. Sobre todo cuando se tiene la tendencia a vivir en el futuro que yo tengo. Cuando era pequeña soñaba con todo lo que iba a hacer al cumplir la mayoría de edad. Al llegar está comencé a hacer los planes para los siguientes veinte años y ahora, que por más que miro no veo futuro para mí, planeo lo que habrá de ocurrir cuando me muera.
Por supuesto que mis planes no son para el mundo en general, solo para mi cuerpo, mi familia y mis bienes. Para mi cuerpo no tengo intenciones complicadas. Al fin y al cabo cuando llegue el momento estará lo bastante arrugado por el uso como para tirarlo sin pensar demasiado sobre ello.
Supongo que después de muerta me dará lo mismo, pero ahora pediría que me incineren. Es que no soporto a los gusanos y el imaginar mi cuerpo cubierto de ellos ¿qué puedo decir? Será muy ecológico, pero me parece asqueroso.
En cuanto a mi familia, se las apañarán bien sin mí. Solo me preocupa el niño, pero creo que tiene suficiente gente a su alrededor que le quiere y se preocupará por su bienestar. Lo único que deseo es que no lloren mucho, que vivan sus vidas lo mejor posible y que se esfuercen por ser felices cada día, porque hay cosas que no se deben dejar para mañana. Manaña siempre es demasiado tarde.
En lo que respecta a mis bienes, que se los repartan. A mí me va a dar igual. Sí me gustaría que traten con cariño a mis libros y que cuiden a Sir Reginald, que parece un conejo de peluche normal y corriente, pero está cubierto de abrazos, caricias, risas y lágrimas y si es verdad que la energía no desaparece, la mayor parte de la mía está metida entre la trama del tejido con que esta hecho.
A mis amigos les diría lo mismo que a mi familia: Que sean felices y que lo sean ahora porque el día siguiente llega y nadie sabe qué traerá. Les pediría también que no me olviden del todo, aunque eso no hace falta pedirlo. Seguro que los que son amigos de verdad me recordarán de vez en cuando.
Mientras tanto seguiré viviendo, por supuesto. Aún tengo cosas por hacer y espero poder terminar algunas de ellas; leer ciertos libros, estudiar, viajar y aprender otro poco de coreano, que ya se me está olvidando lo que había aprendido.
Tengo pendiente también un par de conversaciones que quiero sostener antes de irme y un par de abrazos que debo a alguien y no puedo irme sin pagar mis deudas, que las del cariño no las pueden abonar mis herederos.
Se me hará aún más corto si me ocupo en muchas cosas, claro, pero si no me divierto tampoco quiero quedarme, que vivir para aburrirse no vale la pena.

Volver a empezar (III)



- ¿Es que tengo que estar todo el día detrás de ti? Venga, desayuna de una vez que se te enfría.
Miró con ternura a la mujer que le hablaba, Asun. La persona que había cuidado de ella desde que se casó. Llegó a casa para trabajar de asistenta y acabó siendo el ama absoluta. Ella decidía qué se cocinaba y a qué hora se comía, cuál era el día adecuado para limpiar los cristales o para comprar sábanas nuevas, todo cuanto tenía relación con la casa dependía de ella.
Desde que entró a su servicio se autoproclamó parte de la familia y decidió qué lugar ocupaba en ella cada uno de los integrantes de la misma. Se adjudicó a sí misma el puesto de administradora y niñera. Su marido, con esas maneras anticuadas de que Asun hacía gala al tratar con hombres, fue sentado en el "trono de honor", se dirigía a él con un respetuoso "usted" y siempre que le mencionaba lo hacía como "el Señor", así, con una "ese" mayúscula, o al menos sonaba de ese modo cuando Asun le nombraba. Con ella dejaba el respeto a un lado. Desde el principio le tuteó y usó siempre su nombre de pila. De hecho solía utilizar el diminutivo, Lolita, como queriendo dejar claro que la consideraba una niña a la que había que cuidar y dirigir.
Eso exactamente es lo que hizo todos estos años; cuidar de ella, mimarle, aconsejarle. Y eso es lo que continuaba haciendo ahora.
Unos días antes de obtener el alta pidió a Carlos que se fuera de la casa. No quería encontrarlo allí a su regreso. Él protestó, pero ella se mantuvo firme en su decisión. Deseaba acabar su relación con él cuanto antes. La laboral ya había terminado al descubrir lo que había hecho con la tienda y la matrimonial estaba en proceso de disolución, así que solo necesitaba sacarlo físicamente de su hogar para empezar a arrancarlo también de su vida.
Al iniciar el regreso a casa, tras recibir el permiso del médico y mientras metía en la bolsa sus objetos personales, un único pensamiento ocupaba su mente "¿qué pensará Asun cuando le diga que "el señor" y yo nos vamos a separar?" Le asustaba un poco el momento de comentarlo con ella. Pensaba que para su amiga Carlos era el centro del universo y que se llevaría un gran disgusto al descubrir que él no volvería a compartir su hogar.
La sorpresa que se llevó al enfrentarse a la buena mujer aún le hacía sonreir. Cuando trató de explicarle lo sucedido ella no le dejó hablar al exclamar:
- ¡Ay! Si es que son todos iguales, Lolita. Buenos, hasta que encuentran la oportunidad de dejar de serlo. Creemé, mi niña, que sé lo que me digo. Hasta mi Isidro, que era un pedazo de pan, tenía sus cosas y si no hizo alguna canallada gorda fue porque murió joven y no le dió tiempo. Que conste que el señor nos ha tenido engañadas mucho tiempo. Lo peor es que nos hemos dejado engañar nosotras, que parece mentira ¡a mis años! dejarme timar por un hombre, sabiendo lo que yo sé de ellos y su ralea...
Así mismo lo dijo dejarme timar, convirtiendose con solo dos palabras en la víctima directa de las maldades masculinas en general y las de Carlos en particular.
Miró la bandeja que su querida compañera había puesto ante ella sin dejar de sonreir dulcemente, llenó la tazá con el té que humeaba en la tetera y, tomando una tostada del plato, comenzó a desayunar.
***************
Se incorporó apoyándose en la muleta. Aún le costaba andar, si bien lo achacaba a los vendajes más que al dolor, que ya era prácticamente inexistente. Desde que le cambiaron las escayolas por vendas podía utilizar ambos miembros, pero las ligaduras le impedían moverse con total libertad. Debería esperar unas semanas para emanciparse de sus apósitos.
El tener un brazo roto no le permitía usar más que una muleta, por lo que apenas podía moverse unos metros sin ayuda, así que decidió aceptar la oferta de su hermano y alojarse en el apartamento de éste hasta que pudiera valerse por sí mismo.
Andrés, su hermano, se tomó unos días de vacaciones para "hacerle de enfermero". Le cuidaba bastante bien, aunque como cocinero dejaba mucho que desear, así que su menú de convaleciente consistía en pizzas congeladas, sandwiches con lo primero que encontrasen en la nevera y mucha fruta, no porque les pareciera sana, sino porque no necesitaba ser cocinada.
Desde que salió del hospital su hermano y él habían sostenido largas charlas, sin evitar los temas más delicados. Esas conversaciones entre ambos habían sido más reconfortantes que todas las horas de psiquiatra a que se vió obligado a acudir. Todos, empezando por los médicos del hospital y acabando por sus amigos y familiares, estuvieron de acuerdo en que debería visitar a un especialista. Él no estaba tan seguro de que eso realmente fuera a servir de algo, pero el hospital se negaba a darle el alta a menos que accediera a ser atendido por un alienista. Puesto que hubiese aceptado cualquier cosa con tal de salir de allí, asintió y comenzó el tratamiento.
Se dirigió hacia la puerta, donde su hermano le esperaba para conducirle al médico, con paso lento y fatigoso, reflejando con su cuerpo las pocas ganas que tenía de volver a la consulta, sentarse frente al neurólogo y hablar de su vida. Era cien veces más grato para él contarle a Andrés las cosas que le preocupaban y mil veces más depurador. Al menos su hermano le escuchaba por afecto y no por dinero.
Al llegar junto a la salida miró a su hermano con expresión socarrona y le preguntó:
- ¿Por qué no te haces psiquiatra y me atiendes tú?
- ¡Claro! -contestó su hermano.- O, mejor aún, ¿por que no me hago puta y te alegro la convalecencia?
Soltó una carcajada al oir la respuesta, para la que no estaba preparado pese a conocer muy bien a Andrés y sus expresiones, y se dirigió hacia el coche aparcado frente al portal. Abrió la puerta del vehículo, tomó asiento y, mientras se ponía el cinturón pensó que su hermano pequeño era realmente el mejor psiquiatra de los que había conocido en las últimas semanas.
Él, Miguel, era el mayor de los hermanos. Luego venía una chica y por fin, el pequeño de la casa, Andrés. Durante muchos años había ejercido el papel de "mayor de la casa" cuidando a sus hermanos, pero Andresito era su debilidad. Cinco años más joven que él y, desde su nacimiento, el consentido de todos.
Para su hermana, que al nacer el pequeño tenía cuatro años, era un muñeco de carne y hueso con el que podía jugar a ser la mamá y al que echaba las regañinas que ella había recibido previamente. Sus padres le consideraban "el niño" y, aunque no le mimaban más que a los otros hermanos, sí se les escapaban más sonrisas cuando contaban sus travesuras que al relatar las de los dos mayores. Por su parte, Andrés culminó su deseo de tener un hermano. Se llevaba bien con Clara, pero deseaba un compañero con quien jugar a "cosas de chicos".
Cuando nació el pequeño se sintió muy decepcionado, seguramente porque esperaba a alguien un poco más alto y con más conversación, pero pronto aquel bebé ganó su afecto a base de sonrisas y balbuceos.
Fue destinado a su dormitorio  y desde aquel momento se volvieron inseparables. Compartieron juegos cuando niños y confidencias al hacerse adolescentes. Permanecieron unidos incluso cuando ya estaba casado y su hermano se había mudado al apartamento. Por eso cuando surgio la cuestión de dónde se alojaría no hubo la menor duda de que sería con su hermano donde se sentiría más cómodo, aunque tuviera que dormir en el suelo. No hizo falta llegar tan lejos, por supuesto. El apartamento contaba con una habitación de invitados, así que además de encontrarse a gusto por estar con Andrés, tenía también un lugar confortable en el que refugiarse.
Su hermano era su mejor amigo. Podía hablar con él de todo sin necesidad de ponerle en antecedentes. Al mismo tiempo, fue el único que no se anduvo con medias palabras al afrontar su situación.
- Has intentado suicidarte -le dijo la primera noche que pasó en su casa- y te ha salido mal. Ese es el único fallo que has cometido. Todo lo demás son cosas que pasan. Tú no las has buscado, pero ocurren y no son culpa de nadie. Ahora tienes que recuperarte y retomar las riendas de tu vida. Si no lo consigues seguirás teniendo la opción del suicidio y ahora ya sabes lo que tienes que hacer para que funcione, así que no te preocupes. De un modo u otro saldrás de esta.
Esas palabras le animaron más que todas las visitas al "loquero" juntas. Su hermano tenía el don de hacer fáciles y divertidas las cosas más trágicas y complicadas.
Dirigió la vista hacia su hermano, que ponía en marcha el coche en ese momento, y se sintió invadido por un sentimiento de paz como hacía semanas no sentía. Se le ocurrió que Andrés tenía razón: Debería tratar de superarlo todo cuanto antes. La opción del suicidio siempre estaría ahí, por si acaso.

lunes, 17 de octubre de 2011

Volver a empezar (II)


La habitación se había llenado de parientes y amigos, todos dándole besos, prodigando sonrisas, congratulándose de lo bien que había salido la operación, lo guapa que se le veía y lo pronto que le iban a dar el alta si seguía recuperándose con esa rapidez.
Escuchaba a todos, les sonreía y les agradecía tanto la visita como los parabienes mientras en su interior contaba los minutos para que se marchasen. Sabía que en cuanto se fuera el último echaría de menos el sonido de sus voces y volvería a sentirse sola y aburrida, si bien en ese momento estaba más harta de todos ellos que contenta por verles.
Los días en el hospital estaban transcurriendo lentamente, pero esa lentitud era lo que más agradecía porque le permitía retrasar el regreso a su vida habitual. Sentía una gran inquietud por su futuro. Aún no sabía cómo estaba la situación, porque debido a su hospitalización no había tenido ocasión de revisarlo todo personalmente. Contrató a un abogado para hacerse cargo de todo y defender sus intereses, aunque lo más importante tendría que hacerlo personalmente: El enfrentamiento con su ex socio, ex amigo, todavía pareja. La persona que durante casi veinte años había sido su compañero en la vida privada y quince su socio. La persona que había llevado a la ruina su negocio.
Siempre había deseado tener un establecimiento propio. No le gustaba estar a las órdenes de un jefe y su trabajo tampoco le colmaba. Había llegado al despacho al terminar sus estudios y aceptó el puesto porque estaba deseando disponer de dinero para alquilar un apartamento, comprarse un coche y no verse obligada a pedir a sus padres cada vez que le apetecía salir con sus amigos. Poco después la rutina había acabado por hartarle y, de no haber sido por la necesidad de un sueldo fijo para pagar la hipoteca de su casa, habría mandado todo a paseo.
A la muerte de sus padres, quince años atrás, los hermanos decidieron vender las propiedades que habían heredado y repartirse el dinero, así que se vió de repente con una pequeña fortuna en las manos que, si bien no le iba a permitir aparecer en la lista Forbes, sí era suficiente para darse algún capricho caro.
Tenía lo necesario para vivir y estaba felizmente casada. Las deudas que había contraido eran las típicas de cualquier familia de reciente creación: La hipoteca de la casa, la letra del coche y poco más. Hacía dos viajes al año, en invierno y verano. El de estío solía conducirle a la playa donde se reunía con el resto de la familia y el periplo invernal le servía para practicar el esquí, deporte que le apasionaba. Su vida estaba organizada y no tenía carencias importantes. Se dio cuenta de que lo único que en verdad deseaba era abandonar su trabajo y dedicarse a hacer algo que realmente le apeteciera. Retomó la vieja idea de montar su propio negocio y tras pensar mucho en los pros y los contras, comenzó los pasos necesarios. Un año después inauguraba su empresa.
Nunca se había arrepentido de su decisión. Abrir su negocio significó para ella completar su vida. Claro que hubo malos momentos, sobre todo al principio, pero el tiempo fue proporcionándole una cartera de clientes que, satisfechos con el servicio que ofrecía, no se limitaban a permanecer fieles sino que, además, atraían a amigos y conocidos haciendo que su clientela creciera a ojos vista y permitiéndole obtener pingües beneficios.
En apenas unos años había conseguido encarrilar su empresa, pagar la casa y cambiar el antiguo coche, pequeño e incómodo, por un modelo más moderno.
Por supuesto contó con el apoyo de su marido. Al principio fue su asesor en temas económicos y administrativos. Le consultaba todo y él le aconsejaba, siempre de forma certera y entusiasta, animándole cuando parecía que todo salía mal y alegrándose con ella al descubrir que las cosas avanzaban de manera tan positiva.
¿Era posible que ese hombre fuese el mismo que ahora le había arruinado? ¿En qué punto del camino quedó aquel ser amable y cariñoso? ¿Cuándo se convirtió en el canalla que había resultado ser?


***************

El auxiliar guió la silla de ruedas hasta la terraza y, siguiendo sus indicaciones, le situó en el punto más alejado posible de las mesas en que otros pacientes tomaban café o refrescos con sus visitantes. Aún no sentía el deseo de relacionarse con nadie, así que aquella esquina era el lugar más adecuado para él. Podía contemplar el jardín o leer un rato sin tener que escuchar el parloteo incesante de la gente que ocupaba la galería.
Pidió a sus conocidos que no vinieran a visitarle, pues no deseaba ver a nadie, aunque su petición no fue escuchada por todos: Su familia y los amigos más cercanos decidieron que lo que necesitaba era precisamente compañía, así que no se se dejaron impresionar por sus palabras y venían a visitarle cada día. Miró el reloj y se dió cuenta de que apenas le quedaba media hora de tranquilidad. Pasado ese tiempo comenzaría la procesión de parientes.
El psiquiatra que le atendía era de la misma opinión que sus deudos:
-Lo que necesita ahora es relacionarse con las personas queridas, hablar de temas cotidianos, intrascendentes, recuperar la normalidad lo antes posible.
¿A qué se refería el médico con eso de recuperar la normalidad? La normalidad era para él ir a trabajar todos los días, volver por la tarde a casa, sentarse a cenar acompañado de su pareja, comentar los asuntos del día... Cuando le diesen el alta tendría que alojarse en casa de algún conocido o en un hotel, porque ya no tenía hogar al que volver. Volver ¿de dónde? Tampoco tenía trabajo. Y respecto a sus veladas en compañía se habían terminado en el momento en que regresó a casa y encontró a su mujer en la cama con otro hombre.
Ella vino a verle un par de veces, hasta que él le pidió que no volviese más. En sus visitas trató de explicar, de contarle porqué y cómo, pero él no quería saber nada. Tal vez con el tiempo le preguntaría, pero ahora solo quería olvidar.

Cuando se conocieron él creyó haber dado con la persona que compartiria el resto de su vida. Se enamoró al instante. Apenas diez meses después estaban casados. Desde entonces se había sentido feliz y estaba convencido de que ella también compartía esa sensación. Tras tres años de matrimonio que a él le parecieron tres minutos comenzaron a soñar con tener hijos. En este momento se alegraba de no haberlos tenido. Sin niños por medio sería todo más fácil. Ya se había puesto al habla con una abogada experta en separaciones para comenzar los trámites. No quería esperar más. "Si he de vivir, será empezando de cero", pensó. Ya solo le restaba salir del hospital, buscar otro trabajo, tal vez en el extranjero o, por lo menos, en otra ciudad e intentar crearse una nueva vida dejando atrás todo lo que en este momento le causaba tanto dolor. Se prometió a sí mismo no volver a enamorarse jamás y, tras hacerlo, no pudo evitar una sonrisa ¿cuántos amantes despechados se habrían prometido lo mismo a lo largo de la historia? Problemente, todos. Y ¿cuántos de ellos habrían cumplido su promesa? Seguramente ninguno.
Su sonrisa fue malentendida por la mujer que, también sentada en silla de ruedas, se encontraba frente a él y en ese momento se la devolvía.
Estaba tan enfrascado en sus pensamientos que no se había dado cuenta de la llegada de esa paciente, ni de que la hubiesen colocado tan cerca de su asiento. Saludó a la mujer con un gesto de la cabeza. La conocía de otras veces, pero nunca habían cruzado una sola palabra.

Solían traerla a la misma hora que a él para que tomase un poco el sol y el aire. Al principio no se fijó gran cosa en ella, aunque pronto cayó en la cuenta de que no tenía nada roto, al menos en apariencia. Se preguntó por qué motivo utilizaba la silla. Parecía una mujer joven y no tenía el aspecto de alguien que no pudiese andar. Debía tener alguna enfermedad grave que le impedía desplazarse por sí sola.
Ella parecía valorar su soledad tanto como él y buscaba siempre rincones alejados de los otros pacientes, por lo que era la primera vez que la veía a tan poca distancia.
Apartó la mirada de la mujer y volvió a mirar el reloj. En unos minutos llegarían sus visitantes, giró la cabeza hacía la puerta de acceso y vió llegar al primero.


jueves, 13 de octubre de 2011

Volver a empezar (I)



Contemplaba la ciudad sin verla. Le parecía tener ante sus ojos los acontecimientos de los últimos días. Los veía frente a sí, como si de una película se tratase. Todo había ocurrido casi al unísono, apenas unas horas separaban un hecho del siguiente. Primero el despido, no por esperado menos doloroso. Luego el regreso a casa deseando contarlo todo y recibir consuelo de la persona amada.
Estaba en casa, pero no esperándole. Los encontró en la cama, desnudos y abrazados. Después ocurrió todo lo que suele suceder en estos casos: Acusaciones, excusas, lágrimas y el portazo final.
Tras ello se refugió en casa de unos amigos. Allí, pese a los esfuerzos de sus conocidos por animarle, comenzó a hundirse más a cada minuto. Ya no sabía qué le producía más dolor ni qué echaba más de menos. Sin ocupación, sin hogar, sin amor la vida había quedado vacía del todo.
Lo pensó y planeó cuidadosamente. Esperó a que todos salieran a sus ocupaciones habituales, tomó la llave de la puerta de la azotea y subió. Había escrito una nota explicando sus motivos y agradeciendo a sus amigos el apoyo que le habían dado y la dejó sobre la mesa de la cocina.
Se frotó los ojos con las manos para alejar las imágenes que aparecían ante ellos, deslizó la mirada por la ciudad mirándola por última vez y saltó al vacío.

***************

Tras recibir la noticia quedó incapaz de reaccionar. Ni siquiera una lágrima, un grito, algo que le hubiese ayudado a apaciguar la tristeza que le invadió. Simplemente, no podía creerlo ¡aquello no estaba pasando!
En realidad debió haberlo sospechado. Las señales eran claras, pero no fue capaz de verlas. Le cegó el convencimiento de estar tratando con personas en las que podía confiar. No era así y ahora se lo demostraban con una traición que significaba la pérdida de lo que había sido el centro de su vida.
La pena comenzó a crecer hasta llenar todo su cuerpo provocándole una sensación de dolor físico en cada hueso, cada vena, cada poro de su piel.
Cuando la pesadumbre llego hasta el corazón sobrevino el estallido. Sintió un dolor intenso en el centro del pecho. Notó que le faltaba el aire. Tenía dificultades para respirar por lo que boqueaba buscando el precioso fluido. Apenas tuvo tiempo de extender el brazo para recoger el tubo de pastillas que le salvaría la vida, pero le falto el necesario para abrirlo y colocar bajo la lengua a su pequeña salvadora. Cayó suavemente, deslizándose hacia el suelo en cámara lenta. Supo que no le dolería el golpe, porque cuando llegara a tocar el suelo ya no habría aliento en su cuerpo. Luego todo se volvió negro.

***************

Lo primero que percibió fue la suave opresión en su brazo derecho. No trató de abrir los ojos hasta que escuchó el pitido y los pasos apresurados acercándose. Escuchó la voz aguda antes de ser totalmente consciente de dónde estaba y quién le hablaba "¡Ya estás despierta, querida! Tranquila, el doctor vendrá enseguida. Ya le hemos avisado y viene en camino. Tienes muy buen aspecto, cariño..." Las palabras le llegaban en un chorreo tan insoportable como imposible de frenar. Pensó "¿por qué no se calla de una vez y se larga de aquí? Y ¿quién demonios es? Esa forma de hablar parece de una enfermera, pero no recuerdo haber tenido un accidente. Claro, es un hospital, esa una enfermera y lo del brazo debe ser una cánula ¿Qué me ha pasado? ¡Dios, haz que se calle de una vez y que se la trague la tierra! No soporto esa voz."
Como si hubiera escuchado su pensamiento, la "voz" se despidio y salió de la habitación.
Por fin pudo observar el lugar en que estaba. Se trataba efectivamente de una habitación de hospital. El suelo y las paredes blancos, la cama, del mismo color, la mesa de noche, parecida a un cajón de hierro, todo se correspondía con el mobiliario habitual en estos lugares.
La pureza de la pared quedaba manchada en un par de sitios por el estallido de color de unos cuadros abstractos y, sobre una cómoda situada al otro lado de la habitación, se mostraban las pruebas de la visita de algún pariente o amigo. Flores variadas, colocadas por manos expertas, formaban tres ramos que alguien había colocado en sendos búcaros. Ante ellos se erguían varias postales que seguramente reflejaban deseos de pronta recuperación y "todo el cariño de..." cualquiera de sus conocidos o familiares. A su derecha se erguía una percha de la que colgaba una bolsa rellena con algún líquido desconocido que se iba introduciendo en su cuerpo a través de la aguja clavada en su brazo. Un medicamento contra... ¿qué? Aún no sabía por qué estaba hospitalizada. Esperaría la llegada del médico para salir de dudas.
No se hizo esperar demasiado. Apareció mirándola con una sonrisa en los labios, aunque con un aspecto más grave que el de la enfermera, que ahora se encontraba a su espalda, dos o tres pasos tras él, como si quisiera mostrar el respeto que la posición del hombre le inspiraba.
Cuando el doctor estuvo lo bastante cerca le preguntó directamente, sin esperar siquiera a saludar "¿qué hago aquí, doctor? ¿qué me ha pasado?" El médico ampllió su sonrisa y contestó:
- Ante todo, mucha calma. Ha sufrido un infarto, pero fue encontrada a tiempo. Le trajeron aquí en coma y tuvimos que realizar una operación de urgencia. Todo ha transcurrido muy bien, así que no tiene motivo de preocupación. Deberá pasar unos días más hospitalizada, hasta que se recupere del todo ...
Dejó de escuchar. Trataba de recordar cómo había llegado al infarto, qué había ocurrido en los momentos previos al mismo, pero su mente se negaba a recuperar esos recuerdos y se centraba en la forma de hablar del galeno. "Es curioso", pensó, "El doctor me trata de usted y la enfermera de tú ¿Por qué lo harán? ¿Es que pretenden marcar las distancias que nos separan? Claro, el médico me está dejando claro que se encuentra a un nivel al que yo no llegaré jamás: El tiene mi vida en sus manos y yo solo soy una paciente que debe estar agradecida al dios que me devuelve la existencia. Ella, en cambio, trata de hacerme sentir segura y cómoda ¡si supiera cuánto odio que la gente me tutee! ¿Qué está diciendo este hombre de un marcapasos? Yo no necesito un marcapasos. Lo único que quiero es que salgan de aquí y me dejen dormir un rato."
***************
No sentía dolor. En realidad no sentía nada. Supuso que le habían puesto medicación suficiente para calmar los dolores de un rebaño de elefantes.
Todavía no podía creer lo que había ocurrido. Buscaba la muerte, pero parece que esta no tenía aún su nombre anotado en la lista. Como en ningún momento perdió la consciencia del todo recordaba casi cada minuto de su "milagro", como llamaban en el hospital a las circunstancias de su "accidente", el otro eufemismo que usaban para denominar a su intento de suicidio.
Viviendo en una ciudad llena de edificios de considerable altura, modernos, de paredes lisas que hubiesen sido perfectos para su fin, escogió una vulgar casa de vecinos de sólo seis plantas y con locales comerciales en el primer nivel. Tanto los locales como varios de los pisos se encontraban protegidos por toldos que, por la pereza de sus propietarios continuaban extendidos a esas horas de la noche. Fue tropezando con varios de ellos en su caida lo que aminoró la rapidez de la misma. Al golpear el suelo sintió un profundo dolor en la pierna izquierda y el brazo del mismo lado. Ese fue todo: Una pierna y un brazo rotos, una par de contusiones aquí y allá, y la vergüenza de descubrir que no servía ni para matarse.
- ¡Idiota, idiota, idiota! De todos los edificios de la ciudad tenías que escoger el menos adecuado a tus fines.
- Disculpe ¿Decía algo? - preguntó la auxiliar que en ese momento cerraba la ventana, tras la limpieza de la habitación.
- No. No decía nada, no se preocupe.
- Pues yo ya he terminado aquí ¡Hasta luego!
Se despidio de la mujer con un gesto de la cabeza y la misma expresión adusta que se había pintado en su rostro desde que le trajeron al hospital. Lamentó no ser capaz de dedicar una sonrisa a la muchacha, pero no tenía fuerzas para sonreir. Ni motivos. Lo que todos llamaban "milagro" para él era solo un fracaso más que añadir a su actual lista de fracasos.