No sólo en mi vida infantil me vi afectada por esa costumbre de no explicar las cosas. Es mucha la gente que entra y sale de nuestras vidas sin un saludo al llegar o una despedida al marcharse, como si los demás vivieramos mirándoles para saber qué movimiento realizan cada vez.
¿Cómo puedo saber que alguien me quiere o me odia, que le he hecho feliz o le he herido, si no me lo dice? ¿Cómo puedo saber qué alguien no quiere nada de mí? ¿Cómo puedo saber que una persona quiere ser mi amigo o preferiría no ver siquiera mi nombre escrito, si me lo ocultan?
Este hecho, que en la niñez motivó mi curiosidad y mis ganas de saber ahora me provoca, en el mejor de los casos, sorpresa; en el peor, tristeza; siempre, indignación.
En realidad los motivos para no hablar son iguales a los que tenían los adultos que acompañaron mi infancia: El deseo de ahorrarse situaciones incómodas y explicaciones que, en realidad, son incapaces de dar por desconocimiento, o por cobardía.
Si el niño quiere jugar con el adulto, o el amigo quiere seguir siendolo es más fácil echar la culpa al exceso de ocupaciones que reconocer que no apetece jugar o que no soportamos más a esa persona.
Preguntemos por los motivos de esta actitud y oiremos un montón de excusas, desde la mentira más absurda (no si yo sigo apreciandote igual. Es que, de verdad, no tengo tiempo), hasta el silencio (ahora no puedo atenderte, luego te llamo), pasando por el intento de cansar al otro, para que deje de insistir por sí mismo y así no sentirnos tan culpables, hacemos cualquier cosa, es más, lo hacemos todo, excepto reconocer abiertamente que esa persona es non grata para nosotros y nuestro círculo.
A veces se nos olvida que las heridas solo dejan de doler cuando sacamos el arma que las provocó, que hacemos quizá el mismo daño, pero durante mucho menos tiempo, cuando hablamos con claridad, cuando explicamos los porqués, cuando abrimos la puerta para que el otro tenga la posibilidad de salir airosamente.
Hace unos días me decía un conocido que la lágrima es sabrosa en ocasiones. Tenía razón. A veces es bueno llorar, nos hace bien. Por ello es también bueno hacer llorar a los demás cuando es preciso. Al menos les permitimos “sacar el arma” y comenzar el proceso de curación. Nadie quiere hacer daño a los demás, pero a veces no hay más remedio y la única forma de suavizar los efectos de ese dolor que provocamos es permitir que el otro reciba la menor cantidad posible de heridas.
Si hemos de romper el corazón a alguien, dejémosle intacto el amor propio, la sensación de que, al menos, es merecedor de respeto, porque si además le quitamos eso, le abandonamos desnudo e inerme. Le dejamos pensando que no nos ha llegado nada de cuanto nos dió. Le hacemos sentir que todo lo que hizo por o con nosotros fue inútil. Lo que es aún peor, le apartamos de otras posibilidades, porque lo único que le quedará será el convencimiento de su propia indignidad, de sus pocos méritos.
Y lo más importante: Dejémosle hablar, aunque solo escuchemos quejas, reproches o preguntas. Permitamos el desahogo, por más que no apetezca escucharlo. Porque mientras no podamos descargar lo que nos angustia, no podremos olvidarlo. Porque solo se siente fuerte para salir adelante quien es escuchado. Porque únicamente cuando respondamos a sus preguntas se diluirá el misterio y, con él, el interés.
Porque así daremos al otro la capacidad para iniciar la búsqueda de una nueva azotea donde hacer sus travesuras.
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