Estoy en crisis. Esta situación es nueva y antigua al mismo tiempo. No es mi primera crisis, ni será la última: periódicamente me enfrento a algún momento de cambios imprevistos y la consiguiente necesidad de adoptar nuevas actitudes.
Una de las primeras rupturas que recuerdo ocurrió en el año 1982, el año del mundial de fútbol en España. Yo vivía en Palma de Mallorca, convencida de que aquella sería mi ciudad para siempre y de que el chico que estaba a mi lado sería “El chico”. Una serie de circunstancias hicieron que ninguna de las dos cosas se cumpliera. Al chico le siguieron otros, pero ninguna otra ciudad ha podido ocupar el lugar de Palma en mi corazón, porque en todas las crisis hay algo que se pierde sin lesiones y algo que deja cicatrices de esas que duelen cuando cambia el tiempo.
Ahora me encuentro de nuevo en medio de una de esas situaciones de riesgo en que, independientemente del resultado, habrá despedidas, probablemente dolorosas. Todo empezó hace tiempo, meses ya, pero cobró toda su intensidad hace apenas dos días. El reflejo tuvo la culpa de todo. Mi reflejo.
Hace ya casi cuatro años que tomé la decisión de volver a estudiar. Probablemente una de las más importantes, si vemos lo que me ha aportado. Junto a los conocimientos académicos y la recuperación de sentimientos y actitudes olvidados como la responsabilidad, la organización, los nervios o la alegría ante los aprobados, han aparecido las personas, los compañeros a los que me une las aficiones comunes y el deseo de construir algo de cara al futuro. Entre esos compañeros hay algunos especiales, mi pequeña familia virtual, con la que estudio, comparto alegrías y penas y reproduzco todas las relaciones normales entre personas que se aprecian y conviven.
Una de las cosas que hacemos de vez en cuando es quedar “para charlar”. Nos hacemos el firme propósito de aclarar cosas de los estudios, organizar los exámenes y apuntes y trabajar un rato juntos. Al final acabamos, por supuesto, hablando de lo que hemos hecho en el día, gastando bromas y diciéndonos lo mucho que añoramos el momento en que podamos vernos en persona, en lugar de hacerlo por video conferencia. Y aquí es donde mi reflejo entra en acción.
Al mirar la pantalla ahí estaban los cuatro rostros. Cuatro sonrisas iguales, cuatro pares de ojos brillantes de sonrisas y afecto. Tres caras llenas de futuro... y yo.
La pantalla se quedó bloqueada y pude estudiar las imágenes a fondo. Escuchaba la conversación, pero no podía participar de ella, porque no era capaz de hablar. Estaba hipnotizada por esos cuatro retratos. Dos de ellos, muy jóvenes aún, un tercero no tanto, pero por sus circunstancias, todavía con un porvenir esperándole... y yo.
De repente me di cuenta de que yo no soy como ellos. Yo no tengo ese futuro ante mí. Puedo estudiar, porque eso es bueno para el cerebro y el talante, pero no hay esperanza de que algún día llegue a trabajar en lo que me gusta o de que este grado sea realmente mi llave para un futuro laboral de cualquier tipo.
Dentro del laberinto |
Cuando acabe, si es que lo acabo algún día, seré lo que soy ahora, una madre con un hijo discapacitado que requiere cuidados, una extranjera viviendo en tierra hostil, una persona con edad suficiente para ir pensando en la jubilación, al menos para el país en que vivo y su concepto sobre el modo de vivir la madurez. Un ser, en fin, desplazado en el tiempo y la distancia respecto de aquello que desea y aquellos con los que desea compartir su vida profesional.
Habrá que ir pensando en la despedida. Decir adios ¿a qué? Esa es el dilema a aclarar: ¿al estudio? ¿a los compañeros? ¿a los planes anteriores?
Definitivamente, estoy en crisis. Ya veremos qué quedará atrás esta vez.
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