miércoles, 30 de noviembre de 2011

Celebrando a Mark Twain

Desde que aprendí a leer, y aprendí siendo muy pequeña, siempre he tenido un libro entre las manos.  En mi familia se me considera la "lectora oficial" porque es raro verme hacer otra cosa. Tengo otras aficiones, pero la lectura es la más importante de todas y la que más practico. Siempre tengo un libro a mano, incluso cuando salgo a hacer la compra llevo uno en el bolso.  Puede ser una novela, un poemario o, ahora que me he convertido en universitaria, un libro de texto.  Me gusta casi cualquier tipo de lectura aunque algunas son especiales para mí, por diferentes razones.

Hoy que se ha celebrado el aniversario del nacimiento de Mark Twain (en 1835) y el de Jonathan Swift (en 1667) así como el de la muerte de Oscar Wilde (en 1900) no he podido evitar pensar en lo que estos tres escritores han significado en mi vida. Twain y Wilde son dos de mis escritores preferidos y Swift me ha proporcionado horas de placer con esos fabulosos viajes que llevaron a su doctor Gulliver a conocer lugares tan increibles y de nombres tan evocadores como Liliput, Balnibarbi, Laputa o Glubbubdrib, entre otros, así como esos personajes que acabarían prestando su nombre a un buscador de internet,  los vulgares yahoo, que tanto irritaban a los sabios houyhnhnm.

El primero que conocí de ellos tres fue Oscar Wilde gracias a su cuento El gigante egoista. Nunca he olvidado a ese gigantón malhumorado que gracias a la magia del amor vuelve a ver su jardín lleno de flores después de muchos años de tenerlo como un erial. Luego vinieron otros cuentos y novelas, hasta que tuve edad de acercarme a la maravillosa Salomé. He de confesar que mi favorito siempre será ese tierno fantasma que, tras ser martirizado por unos descreidos niños americanos, logra la liberación gracias al cariño y el esfuerzo de la hermana de sus torturadores.

Mark Twain. Escribo su nombre y, automáticamente, sonrío. Si yo tuviese que calificar a alguien de "mi gurú personal", el maestro que me ha enseñado y dirigido desde que era pequeña hasta hoy, ese sería el nombre que pronunciaría.

Para muchas personas Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn son probablemente los únicos libros que conocen de Twain. Algunos, algo más leidos, tal vez lleguen a Un yanki en la corte del rey Arturo.  Yo tuve la suerte de crecer en una casa en que las obras completas de mi querido Samuel Clemens ocupaban un lugar de honor y con un padre que siempre me permitió husmear en todos los libros de su biblioteca, así que pude leer casi todo lo que había escrito muy pronto. Prácticamente puedo presumir de haber aprendido a leer con sus cuentos.

Me hizo reir hasta las lágrimas con los diálogos imposibles de los policías encargados de resolver El robo del elefante blanco y me emocionó con Los diarios de Adán y Eva. Me tuvo más tiempo del necesario, porque las carcajadas me impedían leer con fluidez,  custodiando un queso que viajaba dentro de un ataud, mientras iba minando la salud y la alegría de vivir del encargado del traslado del féretro, junto a un conductor de tren que pasaba el viaje acrecentando la categoría social del queso, al tiempo que lo hacía la intensidad aromática del mismo. Me señaló el camino correcto que debería seguir en mi vida (el del mal, por supuesto) con sus Historia del niño bueno e Historia del niño malo. Y ¿qué puedo decir de esos aguerridos voluntarios sureños que ante el requerimiento de su jefe de ir a pelear contra los "yankees" contestan "como un solo hombre y en los términos que se esperaba que lo hicieran,  que si quiere ir a luchar... que vaya él"?

Con el tiempo descubrí que muchas de las frases que repetimos hoy en día, convertidas ya en proverbios, son suyas: Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no; Cuando yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años; El paraíso lo prefiero por el clima, el infierno por la compañía; Un banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y nos lo exige cuando empieza a llover.

He leído muchos libros y he conocido muchos autores en mi vida y entre ellos hay varios que han sido importantes para mí, pero pocos han llenado mi alma como lo ha hecho Mark Twain.  Quizá porque siempre hay en sus obras un trasfondo de verdad, pero dicho con humor, que es como mejor se aprenden las cosas.  Los años me han enseñado que es difícil olvidar a quien nos hace llorar, pero aún más difícil es no amar a quien nos hace reir. 
Y es que, como el mismo Twain decía,

La raza humana tiene un arma verdaderamente eficaz: la risa

jueves, 24 de noviembre de 2011

Día del niño

Hoy es el día del niño. No de cualquier niño, solo del mío. Los miércoles sale más temprano del colegio, así que nos dedicamos a convivir.
Vivimos tan ocupados que apenas tenemos tiempo para invertir en lo que de verdad es importante. La familia, sobre todo los niños, queda siempre en un segundo plano, desplazados por las tareas diarias, así que no hay más remedio que hacer un hueco y respetarlo a rajatabla. En mi casa hay tres citas semanales ineludibles: Los jueves tenemos sesión de vídeo, los sábados padre e hijo hacen deporte y los miércoles son nuestro día. Así vamos creando unas parcelas especiales, unos mundos pequeños en los que nos encontramos unos con otros y que disfrutamos todos por igual.

Hace ya mucho tiempo que el niño y yo acordamos tácitamente el reparto de tareas: Él elige dónde comemos, si tomamos café o no y si nos trasladamos en autobús, taxi o a pie. Mi parte es decir que sí a todo y pagar cuando sea preciso.
Hoy nos ha tocado comer pescado, tomar café (yo) y tarta de chocolate con plátanos (él)  además de viajar en taxi. Mientras comíamos hemos charlado, gastado bromas y, como todo los miércoles, nos hemos reido mucho.
Lo mejor de toda la tarde ha sido descubrir la decoración navideña que ya está en los escaparates y colgando entre los edificios de la zona peatonal. Después de ello ya no ha dejado de hablar de fuegos artificiales, uvas, San Nicolás y nieve. Si tuviera que resumir el concepto de "Navidad" que tiene mi hijo con esas palabras sería suficiente. Lo que más le gusta de esas fiestas son los fuegos de la noche de fin de año y considera las uvas como el paso necesario para llegar a ellos. Ni siquiera los regalos que le traen Santa Claus y los Reyes Magos le parecen tan interesantes como esas luces coloreadas y ruidosas ascendiendo e iluminando el cielo.

A patir de esta semana y durante un mes no tendremos otro tema de conversación. Las palabras "fuegos"y "luces", los nombres de los colores, las reproducciones casi perfectas del sonido que hacen los cohetes al subir y explotar, se van a convertir en las más pronunciadas los próximos treinta y siete días, así que nuestra cita semanal se transformará en la cuenta atrás hasta el fin de año.
Cuando volvimos a casa estaba tan agotado que apenas le dió tiempo de comer  algo y ducharse antes de caer sobre la cama y quedar dormido.

Le miré durante un rato, porque no hay nada más bello que un niño durmiendo. Esa imagen devuelve la fé en el ser humano.

Durmiendo, claro, porque cuando están despiertos es otro cantar. Pero de eso ya hablaré en otra ocasión.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Giulia

Lo primero que llamaba la atención eran sus ojos, de un azul intenso, como el del cielo en los días despejados y luminosos del verano. Su rostro, enmarcado por un cabello del color del trigo y rizos recogidos siempre en una coleta sobre la nuca. Su cara era tan linda que mirándola uno se olvidaba de la silla de ruedas en que se sentaba y de la discapacidad que provocaba, entre otras cosas,  el que apenas pudiera hacer nada sin ayuda. Ni siquiera sabía hablar, pero ella se las arreglaba para comunicarse, pese a todos los incovenientes, y lograba hacerse entender.

Cuando yo visitaba el colegio solía tomar mi mano derecha y, tras confirmar que su reloj favorito estaba allí, me lo hacía quitar para jugar con él hasta que me marchaba de nuevo ¡Y menudo enfado sentía si llevaba el "equivocado"! Tenía que ser el de la correa roja que, teniendo en cuenta lo que hacía con él, debía tener mejor sabor que los otros. Siempre me lo devolvía lleno de babas e imposible de colocar en la muñeca hasta muchas horas después.

No le gustaba jugar con los otros niños porque eran demasiado ruidosos y se movian con excesiva rapidez, así que escogió como compañero a Yago, que en ese aspecto era de su misma opinión. Se sentaban cerca el uno de la otra, sin hablarse más que cuando era imprescindible. Podían pasar horas así: Jugando cada uno de ellos a sus juegos privados, pero muy cercanos.

Este curso tuvieron que separarse porque la niña debía ir a otro centro, donde recibiría las atenciones específicas que necesitaba, así que el niño volvía del colegio cada día preguntando cuándo volvería su amiguita. Para calmarle un poco le explicamos que ella tenía que ir a otro lugar, donde aprendería cosas nuevas y que algún día quedaríamos con ella para merendar juntos y que nos contase cómo es la nueva escuela.

Ya no tendremos la oportunidad de encontrarnos con ella y su mamá. Ahora solo podemos despedirnos y desear que de verdad haya un cielo. Que sea cierto que las almas puras se convierten en ángeles y no vuelven a sentir dolor ni tienen discapacidades de ningún tipo. Porque nuestra pequeña amiga acaba de morir.

Se llamaba Giulia y tenía doce años.

jueves, 17 de noviembre de 2011

La amistad que nunca lo fue

Para Rosa; hermana, hija, consejera, siempre una inspiración... Amiga que sí lo es.

Miraba las olas sin verlas. Tenía el rostro húmedo y salado aunque ella misma no sabía si era de lágrimas o de mar.  Ya no sabía nada. Solo dos palabras y el mundo entero había cambiado; se secaron las hojas en los árboles, la temperatura bajó hasta helarlo todo, las nubes encerraron al cielo en una capa gris. Todo empezó a morir al oirlas. Ella empezó a morir al oirlas.

Apenas unos meses antes aún salían de los labios de él palabras dulces, protestas de amor y amistad eternas: "Te quiero con toda mi alma", "eres mi diosa", "nunca te dejaré".  Todas esas frases hechas que los amantes se dedican en momentos especiales y que en realidad no son sino un intento de explicar el calor y la ternura que sienten. En su caso esos instantes estaban llegando a su fin, pese a que apenas comenzaban a nacer.
Ella no lo sabía aun, pero un día llegaría a comprender que en él no había sinceridad, que no había asomo de verdad ni en las comas de sus frases. Entonces lo desconocía y se dejaba acariciar el oído por la dulzura vacía, por el sonido de una voz engañosa. No es que el mintiera, al menos no de manera consciente. Él creía lo que decía, pero creer no es sinónimo de sentir. 
En cambio ella le quería intensamente. No era el tipo de amor que se siente por un amante sino el que inspiran aquellos que entrando en nuestras vidas se convierten en parte fundamental de la misma: Le amaba como a sí misma, porque él era parte de ella. Lo malo es que ella no era parte de él.
Fue cuestión de apenas unas horas el que la ternura se transformase en rudeza y el amor en despego. Un día le dijo "Me gusta viajar a solas contigo... Eso me basta y me colma." y apenas una semana después le dió la espalda a sus propias palabras y comenzó a tratarla como a una más de las muchas personas que conocía.
Al principio se sintió sorprendida por ese modo de actuar, después dolida y, por fin decidió hablar con él. "Yo soy el mismo de siempre", dijo. Luego añadió "por ahora estoy resolviendo ciertos borrones de tinta en mi pozo más profundo." Una vez más ella leyó entre líneas y volvió a ver lo mismo que había observado en las últimas semanas: Desamor y mentiras.  No había encontrado aún la excusa que necesitaba para deshacerse de ella, así que se limitaba a dar razones absurdas para un despego que no podía explicar sin decir y decirse la verdad; que ya no le interesaba esa amistad, que el tiempo de la poesía había llegado a su fin, que ahora solo quería canto y baile, que ella le sobraba.
Lo sabía, lo sentía cada vez que él le miraba o le hablaba, pero no quería aceptarlo. Pensaba que él necesitaba tiempo, que no podía ser que una persona diera tanto amor un día y tanto desprecio el siguiente. Pensaba en él como en alguien digno de confianza, un amigo leal y una buena persona. Aturdida por las vivencias de los meses anteriores, con el corazón lleno de amor hacia él y de añoranza por su ausencia, trataba de convencerse de que él decía la verdad, que era algo circunstancial, que algún día volvería a la normalidad de su relación anterior.
Quien dice que el amor es ciego se equivoca: El amor no es ciego, puesto que nos deja ver lo bueno y lo malo de nuestras relaciones. En realidad es tonto, idiota sin remedio, porque, pese a verlo todo, se niega a aceptarlo, se da excusas absurdas y objeciones sin sentido tratando de justificar lo injustificable. Nos damos cuenta de que el objeto de nuestro amor no nos corresponde, y preferimos pensar que está pasando por un mal momento. Sentimos cómo nuestro corazón se va desgarrando de pena pero nos aferramos a la ilusión de que todo se arreglará. No puede ser de otra forma ¿cómo no se va a dar cuenta el otro de la fuerza de nuestros sentimientos? ¿cómo va a ser que no sienta un poco al menos, cuando nosotros sentimos tanto?
Él se fue a vivir su vida y ella quedó allí sola, preguntándose por qué razón, si habían tenido tanta confianza, si habían compartido todo el contenido de sus corazones, si se habían convertido en amigos, ahora no podía acompañarle en ese "camino marcadísimo" que iba a recorrer.
Fue entonces cuando comenzó a pensar que tal vez había puesto demasiado empeño en algo que probablemente estaba perdido desde el principio.
Cuando se conocieron él era simplemente uno más de entre tantos. Ni siquiera le parecía más simpático que el resto de los compañeros de grupo. Le hizo gracia por su forma de hablar cariñosa y dulce y comenzó a conversar con él.
Esas charlas fueron haciendose más intensas y largas, hasta convertirse en noches enteras de intercambio de confidencias.  Poco a poco y gracias a las coincidencias de aficiones y gustos fueron intimando y ella comenzó a rendirse al encanto medio aniñado de él. Su amistad crecía y, con ella, el afecto. Ella le abrió el corazón y lo adoptó, al tiempo que se dejaba domesticar por él. Él ¿quién sabe? Tal vez le resultaba halagador el tener a alguien que leía sus poemas y los alababa, alguien que le admiraba y se lo decía.  Seguramente no sentía cariño. Al menos no lo demostró cuando llegó el momento.
La amistad se basa siempre en el amor por el otro. Por eso se lucha por conservarla, como se lucha por la pareja cuando la relación da los últimos coletazos. Cuando nos sentimos traicionados por un amigo tratamos de hablar con él, de aclarar las cosas. Damos nuestros argumentos y escuchamos los suyos esperando una excusa convincente que nos permita superar el mal momento y seguir adelante junto a esa persona que, por ser amigo, tan importante es en nuestra vida. Ese ser al que le pedimos perdón, aún cuando no tenemos consciencia de haber hecho nada malo, porque valoramos más su amistad que nuestro orgullo. Él no lo hizo.
Ella aún se preguntó mucho tiempo qué era lo que le había enojado hasta ese punto: Sacarla de su vida, como si nunca hubiera existido, con odio, con insultos y sin atender a nada que ella pudiera decir. Solo tras ser preguntado varias veces dió un par de argumentos, no falsos, pero si inexactos y se fue. Sin más, sin importarle nada, probablemente porque nunca le importó.

Ahora estaba allí, dolida por la injusticia, por la traición y, por encima de todo, por haber sido tan torpe como para entregar su afecto a quien no lo merecía; porque se dejó llevar por el corazón, pese a saber que solo el cerebro sabe lo que realmente nos conviene; por saber que, daba igual qué hubiera ocurrido, le querría siempre. Porque aunque él jamás le hubiese dado su cariño ella sí se lo dió a él y ahora no sabía como recuperarlo. No a él, que eso no tenía arreglo: Quería recobrar el amor, el tiempo, todo lo que invirtió en esa relación para echarlo a una pira y cuando fuera solo cenizas enterrarla en el cementerio de las palabras malditas, entre la tumba de los corazones rotos y la de la amistad que nunca lo fue.

martes, 15 de noviembre de 2011

140 caracteres de soledad

Hoy he escrito una carta. Para la gente menor de 30 años explicaré que una carta es el resultado de plasmar los pensamientos, las novedades o, sencillamente, los saludos a conocidos, en ¡pásmense! una hoja de papel. Exactamente: De ese material con que se fabrican las servilletas, los pósters de Spiderman y las guías de teléfono.

Para mayor admiración de propios y extraños diré que se utiliza como herramienta un bolígrafo. Si, hombre, claro que han visto alguno. Esos tubitos negros que hay en los bancos sujetos con una cadena y que se usan para firmar las hipotecas.

Aún habrá quien no entienda de qué hablo porque para muchos de nosotros el papel y el lápiz tienen un aire tan arcaico como la pluma de ganso, la tablilla de cera o el papiro. En lo que se refiere a las cartas... ¡en fin! ¿quién escribe hoy día más de diez líneas? Y eso en los ratos productivos.

La forma de comunicarnos en estos tiempos es, naturalmente, a través del internet y, más concretamente, de las redes sociales. Dos líneas, tres quizá. Una frase sin sujeto, comenzada por un gerundio y rematada con aire ¿A mí que me importa que ese señor empiece su jornada "leyendo el periódico y tomando café"? Primero que yo a ese hombre no le conozco de nada: Por mí como si lee las instruciones de la licuadora y toma cianuro. Y segundo ¿qué mérito tiene que comience el día así? ¿Pues no es como lo empieza medio mundo?

Las cartas son otra cosa. En ellas se relatan con detalle todas las situaciones que hemos debido afrontar y los sentimientos que nos han provocado. Vaciamos en ellas todo lo que nos ha conmovido el alma, tanto si ha sido placentero como si nos ha herido.

Las dirigimos a personas que saben leernos, que no malinterpretan nada, precisamente porque también saben escribir, porque ellos redactan cartas en las que ponen el corazón. Personas que observan lo que se encuentra entre las líneas y son capaces de ver más allá de las meras palabras dibujadas sobre la blancura. Seres que aprenden a conocernos y se dan a conocer abriéndose completamente, dando y recibiendo amor. Creando Amistad, en mayúsculas.

Los acostumbrados a comunicarnos en el espacio reducido que nos prestan las redes nos olvidamos de cómo hay que leer. Un saludo mandado por educación puede desatar una pasión desenfrenada y una queja enviada en un día de tristeza puede significar la expulsión del grupo. Ser humano no está bien visto en el mundo virtual, no se pueden tener sentimientos negativos. El lema es “sonríe y traga, o vete”.

Nos enorgullecemos de que nos siga x cantidad de gente y de seguir a otros tantos, pero luego tenemos que crear un blog para tener a quien contar nuestras cosas, para desahogarnos cuando estamos tristes o alegrarnos en los ratos de buen humor,  porque de esos seguidores ni uno solo es un amigo.  Porque ni uno de ellos nos escuchará cuando tengamos algo que decir, ni nos secará una lágrima, ni nos dará una palmada de ánimo. Conocemos más gente que nunca y estamos más solos de lo que hemos estado jamás.

Y mejor no escribir mucho sobre ello, que si la entrada del blog es muy larga nadie la leerá.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Hablando de bajar escaleras...

Por enésima vez miró al techo. No ha cambiado mucho desde la última, salvo por una araña que estaba en una esquina y ahora se encuentra cerca de la lámpara.
En condiciones normales yo hubiera pegado un salto tan alto como los de un Watusi en su danza, seguido de una carrera enloquecida buscando un cartón o algo similar con que recoger al bicho y, sin tocarlo por si muerde, trasladarlo hasta el jardín, entre escalofríos por haber tenido que enfrentarme a tan peligroso animal, donde lo dejaría con la esperanza de no tener que volver a vivir semejante experiencia en lo que me queda de vida.
Hoy no lo he hecho. No es que me haya convertido en valiente durante la noche: Es que no puedo andar ni, mucho menos, saltar o correr.
Un pequeño accidente casero me tiene encadenada a un sofa en el que un montón de almohadones me ayuda a mantener la postura adecuada. "Adecuada" según mi médico, porque en mi opinión esta postura no se adecúa a nada, salvo a la observación de las peripecias arañiles en el techo de mi cuarto.
Ya que no puedo leer, estudiar, escribir o tocar el piano, me dedico a la única opción disponible: A pensar.
Lo primero que pienso es que he tenido mucha suerte, por extraño que suene viniendo de alguien que apenas puede moverse. Sí, he tenido mucha suerte, repito, porque estas molestias son circunstanciales: En unos días volveré a andar, correr y pegar saltos horrorizada al encontrar una araña en mi camino. Podría haber sido muy diferente. Dadas las circunstancias del accidente ahora quizá estuviera contando que he quedado parapléjica o algunos conocidos estarían contándose la historia de "esa pobre mujer, fíjate. Si es que no somos nadie".
Eso no cura los dolores, claro, pero no deja de ser un consuelo. La esperanza de que todo irá mejor en unos días más o menos próximos ayuda aceptar lo desagradable de los actuales. Desde luego no seré yo quien llore por mis zapatos mientras me queden los pies... por mucho que los callos me estén matando.
También pienso en mis estudios, mi familia y amigos. Sobre todo en mis relaciones con esos tres pilares tan importantes para mí. En todos esos campos tengo cosas a medias que deben ser aclaradas cuanto antes, porque si algo he sacado en claro de esta situación es que hoy estoy y puedo hacer cosas. Mañana quizá sea tarde, porque tal vez ya no esté. Encontrarse a un lado u otro de la frontera depende de un solo paso. O de un resbalón en la escalera.