Ando por la casa y no la reconozco. Recorro las habitaciones buscando música y presencias, pero el único sonido que escucho es el eco de mis pasos. Mis pies descalzos suenan con un ruido seco y suave al deslizarse sobre la madera que cambia a una especie de chasquido, apenas susurrado, cuando piso las baldosas. El resto es el vacío. Hay muebles, juguetes, cojines, cuadros, toda clase de artilugios decorativos, útiles o las dos cosas al mismo tiempo. Sin embargo la casa está vacía.
Me viene a la mente una expresión que oí muchas veces en labios de mi madre y mi abuela, “la casa se ha quedado sorda” y por fin entiendo su significado. Siempre pensé que era una frase errónea: “sordas” quedaban ellas, que no percibían sonidos, pero la casa nunca había podido oir nada. Una vez más debo reconocer que las mayores de la familia tenían razón. La frase se confirma porque mi casa se ha quedado sorda. No hay música, no hay charlas, no hay ruido. Solo silencio.
Continúo mi paseo y llego a la cocina. Miro dentro de la nevera y saco un helado, pero lo devuelvo rápidamente a su sitio. No hay nadie que tenga ganas de tomarlo. Tomo un vaso, lo lleno de cola y sigo andando, esta vez con la bebida como compañera, pero ella tampoco muestra misericordia y se mantiene callada.
Decido continuar la lectura que interrumpí hace un rato y tomo el libro en mis manos, aunque sé que será inútil: estoy tan habituada al bullicio que no puedo concentrarme con esta paz que me parece casi enfermiza. Mi pensamiento vuela buscando un chirrido, un golpeteo, un eco que ponga música de fondo a este sosiego desacostumbrado.
Llega la noche y salgo al jardín, ansiosa por un ulular de lechuza o, siquiera, el cri-cri otras veces cargante y hoy añorado de un grillo y solo encuentro el mutismo de la oscuridad. Ni siquiera las ranas que habitan los estanques de los alrededores han salido hoy a contarle a la luna su alegría de vivir.
Vuelvo al interior y enciendo el televisor buscando el soniquete que rompa esta calma, porque sé que no podré dormir mientras la casa continúe enferma de afasia. Necesito la bulla acostumbrada, la algarabía nocturna que vela mi sueño. La programación nocturna es tan cargante como la diurna y, salvo un par de programas seudo informativos, solo encuentro a Edith Piaf cantando la versión francesa de “Que nadie sepa mi sufrir”. No es esto lo que buscaba. Hoy me sentía más inclinada hacia “Terminator” o alguna otra película de ese corte. Quería explosiones y truenos no recordar al “amor de mis amores”, que hoy no tengo el cuerpo para romanticismos.
Pondré una película de mi colección, quizá así consiga por fin conciliar el sueño y olvidarme del motivo de esta tranquilidad: que el duendecillo travieso que habita el piso superior, ese que pasa las noches oyendo música y cambiando muebles de sitio, se ha ido de campamento por primera vez en su vida, y yo, como ocurre a todas las madres del mundo, le echo de menos.
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