martes, 27 de agosto de 2013

Divagando en la playa



Sol, arena, rocas y el mar
El sol vuelve a brillar, tras dos días de lluvia y tormenta. El aire enojó al mar y este pagó su enfado con los pobres mejillones a los que arranco de las rocas en que vivían y envió a la orilla de la playa. Ahí se ven ahora, arracimados en la trama caótica del estropajo que les sirvió de sostén cuando los peñascos eran su hogar, bailando el compás de dos tiempos que les susurra el agua: uno, rodar sobre la arena; dos, vuelta a la primera posición. 
El cielo, de un azul intenso, salpicado de alguna nubecilla blanca, muestra en la lejanía una capa gris, algodonosa y compacta, avisando de la lluvia que nos traerá la noche o tal vez, el atardecer.

A mi lado toma el sol un hombre y, junto a él, un niño agujerea la arena con su pala. El
Mejillones varados
agua se va llenando de bañistas. Una madre enseña a nadar a su hijo; un padre lanza por los aires a los suyos, dejándolos caer sobre las olas,  tres pequeños que no deben sumar doce años entre todos y que acogen a grandes carcajadas cada chapuzón. Sus risas escandalosas tienen ese sonido especial que se produce cuando el riente está entre la alegría y el susto y son el sonido más intenso que se percibe en este lado de la playa, después del de las olas. Un abuelo, vestido con enormes calzones verdes y gorra de visera, se adentra en el agua, acompañado de sobresaltos de frío y sonrisas para sus nietos. Estos le animan a gritos, pronunciando su nombre y reclamando su presencia: "¡abuelito, aquí!"  "¡nooo¡ ¡aquí, abuelito! con  él ya estuviste antes" y el abuelo avanza, orgulloso de su prole y feliz por disfrutar del amor de esos niños, sus descendientes.

En el paseo comienzan a aparecer los primeros desertores de la playa, convertidos ahora en paseantes, sin rumbo fijo algunos (como demuestran parando en cada puesto de artesanías y junto a cada manta de recuerdos playeros) y otros saboreando en su mente el helado o el refresco que tomarán en un rato. Todos se dejan acariciar por el aire marino, salado, vivificante que, tras pasar por el filtro de las palmeras que bordean el camino, se ha vuelto fresco y aromático.

El vals de los mejillones
Siento una punzada de tristeza al recordar los pocos días que permaneceré aquí, a la orilla del mar. Apenas unas horas para empaparme de este aroma y estos sonidos. Un rato de escuchar palabras en una lengua cercana y familiar: playa, abuelo, sol, palmera, agua...
Agua salada a mis pies y en mis mejillas. No saben igual, aún sabiendo tan parecido. La de mis pies sabe a hogar, a familia y amigos. La de mi rostro a soledad, a nostalgia y frío. 
A partir de ahora comenzarán otro año y otras palabras: trabajo,  estudio, invierno... y playa solo en fotos, abuelos lejanos, sol nada más que a ratos, palmera en los documentales y agua en el grifo. 

Mientras llega el último día, vuelvo a mirar hacia el mar, que continúa su danza mientras me susurra "¡anímate, 'mejillón'!Tú también te sientes enredada en tu estropajo y arrastrada lejos del hogar, pero yo te haré bailar mi vals, igual que a ellos: uno, rodar once meses sobre la tierra; dos, vuelta a la primera posición."

El paseo, al atardecer

2 comentarios:

  1. Ya lo tienes dentro, ya corre por tus venas, ya nunca dejarás de navegar

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  2. Ese rodar del mejillón por la playa me recuerda un poco a la idea del eterno retorno del que hablan algunos filósofos. Aunque seguro que a ninguno de ellos se le ocurrió nunca plantearlo así, como el eterno rodar de un mejillón por la arena arrastrado por las olas. En cualquier caso, me gusta como lo has escrito.

    ¡Qué le vamos a hacer! Todo en la vida es pasajero, efímero. Aunque, desde cierta perspectiva, también todo es cíclico. Lo que fue volverá a ser. La melancolía es una opción, pero también hay otras. Así que, ¡alégrate mejillón!

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