La escuela de Atenas. Raffaello |
Llevo dos semanas sin
escribir apenas. Tengo entre manos una historia para la que me he llenado de
apuntes, frases sueltas, ideas, pero no soy capaz de desarrollar más de un par
de líneas seguidas. Es cierto que estoy ocupada en varias cosas al mismo tiempo
y que apenas puedo sentarme a ratos perdidos, pero también lo es que he estado
pasando por un momento de meditación, que ahora quisiera plasmar aquí.
Soy consciente de mis
limitaciones literarias, así que no espero ser admirada por legiones. Tanto en
este blog, que no pasa de ser un diario sin más pretensiones, como en mis otros
textos, no se puede encontrar más que un pequeño “entrenamiento” diario, con el
que trato de aprender a escribir y, por ese motivo, he esperado siempre la
crítica de mis lectores. Es evidente que un análisis excesivamente duro puede
acabar con las ilusiones del conato de autor, pero sería interesante recibir de
vez en cuando una indicación, una corrección hecha con ganas de
colaborar. Por lo general solo escucho la voz de mis amigos que asienten a lo
que digo, si se ven reflejados en lo escrito, o el silencio más absoluto, si no
es así.
No me quejo de los
laureles, que son buenos para acariciar el orgullo, y que recibo con
complacencia y un cierto rubor, pues nunca me parece que mis divagaciones
merezcan tanta bondad. En realidad estoy convencida que sus halagos son frutos
del afecto y, sin negarles sinceridad, del deseo de animarme en esta tarea. Es
solo que algunas veces me siento como el niño pequeño que hace un par de rayas
en el papel y todos le aplauden por lo bien que ha pintado.
Tampoco deseo la
reprobación más descarnada. Eso serviría para quitarme las ganas de seguir
practicando. Es más bien la sensación de que recibo más alabanzas de las que
merezco... y menos ayuda de la que necesito.
Escribir es, de todas
las tareas que he emprendido en mi vida, la más difícil. Incluso cuando escribo
para el blog, contando una historieta intrascendente ocurrida en mi vida
cotidiana, la tarea es agotadora. La elección de las palabras, el evitar
redundancias, lograr exponer con claridad un sentimiento o un gesto, requieren consultas
al diccionario (a varios tipos de diccionarios), correcciones, párrafos
completos rehechos o borrados, horas de trabajo invertidas en una sola página. Cuando
el resultado es aceptable, lo publico pensando que no he hecho todo lo que debí
hacer, que aún no es perfecto.
Después, cuando algún compañero me dice que el texto le gustó, que se
sintió identificado o que le ha tocado alguna fibra especialmente sensible al
tema de que se trate, me siento contenta, halagada y ruborizada, pero no
satisfecha. Sé que algo se puede arreglar, que alguna frase era incomprensible
o que tal vez había una falta de ortografía o de expresión y me horroriza que
no me lo diga nadie. A veces llego a pensar si no será que no han leído el relato
con la suficiente atención o que quizá yo sea demasiado exigente y no tenga
el criterio correcto para decidir sobre la calidad de lo que escribo. Ambas
opciones me producen pánico.
La lectora. V. van Gogh |
Cuando escribo lo hago para mí, no para los
demás. Me relato anécdotas que no quiero olvidar y me cuento historias que
deseo retener en el tiempo. En cambio cuando publico, pienso en los demás.
Su opinión se convierte en el centro de mi interés, porque será a través de sus
palabras como veré el camino a seguir. Un compañero me comentó una vez que veía
un cierto abuso de los adverbios acabados en –mente en un texto y, desde entonces, los evito con sumo cuidado para no empobrecer la narración y evitar el cansancio del lector. Ese es el tipo de consejos que siempre espero (y dichos en el mismo tono afectuoso, a ser posible).
Yo no encuentro la
perfección en mis escritos. Me cuesta creer que otros sí la hayan encontrado.
La hechicera. J. W. Waterhouse |