Desde que vivo lejos
de mi casa la nostalgia se ha apoderado de mí muchas veces. Todos los que viven
en la lejanía saben lo que es soñar con un aroma, un sabor o una sensación en
la piel que a veces se apodera de nosotros y nos pone una sonrisa dulciamarga
en los labios. Es un sentimiento ligero, que dura apenas lo que un parpadeo y
se alivia en cuanto adquirimos consciencia de lo que nos rodea: la familia, los
objetos cotidianos, la casa en que vivimos... Solo algunas veces la distancia
cae sobre nosotros como una losa y nos oprime el alma, poniendo un nudo en la
garganta y lágrimas en los ojos. Suele ocurrir cuando descubrimos que un ser
querido se está marchando y no estamos cerca para decirle adios.
Hace unos años (tan
pocos que aún los cuento en meses) murió mi madre. De entre todos los
pensamientos que llenaron mi mente en aquellos días, había uno que se repetía
una y otra vez: yo no estuve ahí. No
se trataba del funeral, ni siquiera de sus últimos días. No estuve ahí mientras
se encontró enferma; no estuve cuando tuvo sed, para darle un vaso de agua; no
estuve cuando perdió todo el pelo, por la quimioterapia; no estuve para
acompañarle a comprar un bonito pañuelo con que cubrir su cabeza o un sombrero
que le protegiera del sol; no estuve para prepararle sus platos favoritos, ni
para acompañarle a visitar al médico. Simplemente, no estuve ahí.
Ahora vuelvo a sentir
la dureza de los kilómetros que me separan de algunos de mis seres queridos y
de nuevo regresa ese pensamiento, quizá con más fuerza que antes, porque aún no
es demasiado tarde y, pese a ello, tampoco estaré. Un día sonará el teléfono y uno de mis
hermanos, tal vez uno de mis sobrinos, me llamará y pronunciará las palabras
que temo oir. Yo prepararé la maleta, haré un largo viaje y me despediré de unos
oídos que no me escucharán, porque estarán ya sordos a todas las voces.
Sé que hago lo
correcto. Mis obligaciones están aquí, en mi casa, junto a mi familia, a la que
debo atender en primer lugar, pero las personas con las que compartí mi
infancia y mi primera juventud son igualmente importantes para mí. Su ausencia
se me ha hecho difícil siempre, pero cuando esta se ha convertido en
definitiva, la he sentido con todo el peso de los días transcurridos desde que nos separamos,
con el de las palabras que no nos dijimos, con el de las risas que no
compartimos.
A veces noto una punzada de envidia al oir a mis amigas contar que han salido de compras con su
madre, que fueron a la peluquería con su hermana o que tuvieron una comida
familiar. Las envidio porque tienen el apoyo de los suyos, porque pueden
compartir buenos y malos momentos con las personas que aman y, por encima de
todo, porque están ahí cuando son necesarias.
El mundo se ha
convertido en un lugar muy pequeño, gracias a la rapidez de los transportes y
las distancias han perdido mucha fuerza, debido a la existencia del internet,
las redes sociales y el teléfono móvil, que nos acompaña allá donde vamos.
Nunca sentiremos lo mismo que aquel emigrante del siglo XVIII que partía hacia
América o Australia, para no volver jamás a casa. No sabremos, afortunadamente,
lo que es recibir una carta contándonos que “hace tres meses murió tu padre”,
así que en realidad tampoco debería quejarme tanto.
Lo malo es que el
corazón no entiende de estas cosas, limitándose a sentir, y el mío se siente
triste por no poder despedirse con un beso y por no acompañar un trecho, aunque
sea solo hasta la puerta, a aquellos que se van.
La distancia es buena
casi siempre, dura en ocasiones y, algunas veces, casi insoportable.
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