Hace ya nueve días que el duende no trastea por su cuarto. No se
escucha el sonido familiar de los muebles al ser arrastrados; apenas se oye música;
ni siquiera esas charlas que acostumbra a sostener consigo mismo o sus juguetes
logra interrumpir el silencio: el duende está enfermo.
La fiebre, extraordinariamente alta, le hace dormitar contínuamente.
Dormir no, que la tos le despierta y el pecho duele impidiendole dormir
profundamente. No se queja, porque nunca lo hace por nada, ni pierde la
sonrisa, que se ha vuelto tristona por causa de la mirada febril que hay en sus
ojos.
Incluso ahora, cuando la enfermedad le tiene sometido y el cansancio
le vence, aprovecha para darnos una lección de entereza y de bravura. Acepta la
tos, la fiebre y los dolores con la misma risa en los labios con que recibe las
buenas noticias. No se deja tocar por nadie, como si la piel le doliera al
sentir un roce, pero sus labios se curvan hacia arriba cuando le miramos; se le
escapa una mueca de repugnancia al ver los medicamentos que ha de ingerir, pero
calla, abre la boca y traga, aunque no le ofrezcamos ningún regalo por hacerlo,
aparte de la promesa de que pronto estará curado. Toma su medicina y nos mira,
con los ojos tristes y los labios sonrientes, como si quisiera mostrarnos que
en esta vida debemos hacer lo que se requiere de nosotros y que, por muy
desagradable que sea, si se hace deprisa y con gesto amable, el trago será
menos amargo.
Hoy comenzó a remitir la fiebre, aunque aún está tan enfermo que apenas
puede comer, pese a que le hemos preparado sus platos favoritos y hemos surtido
la nevera de yogures, cremas de chocolate y vainilla y todas las golosinas que
tanto le gustan. Le observo comer y veo como el plato apenas se vacía. El duende lo
mira, como si añorase su costumbre de rebañar, de tragar hasta la última miga o
la última gota de salsa, pensando tal vez que está echando a perder una
oportunidad magnífica. Es lo malo de ser un tragón: encuentra tanto placer en
la comida que no poder con ella le debe parecer casi pecaminoso. Pienso que tal vez si aparto el alimento de su
vista se sentirá mejor, pero cuando lo sugiero se niega a aceptarlo. Debe creer
que si lo deja delante el tiempo suficiente podrá reunir las fuerzas para
terminarlo.
También en esa actitud veo una de sus enseñanzas: la enfermedad mina
su energía, pero jamás su voluntad. Lucha por estar sano con todas sus fuerzas,
porque no le gusta que nada ni nadie decida por él. El vigor de los duendes es
digno de admiración, puesto que nace del deseo de seguir adelante, de imponerse
a los reveses que le depare la fortuna y hacerlo con la sola ayuda de su afán
por continuar siendo ellos mismos, pese a los percances.
Me acerco a él para darle su medicina, lleno la cucharilla de antibiótico
y le digo “mira: la medicina que sabe a plátano”. Me sonríe, la toma y,
devolviéndome la cucharillla, declara “mañana estaré sano”, como si quisiera
consolarme o, tal vez, advertirme de que no hay que preocuparse por lo que
ocurra hoy: mañana todo estará bien.
Pobre chiquito, espero que se recupere pronto. Dale muchos besotes de Hamor del bueno de mi parte.
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