Interior del TGV, antes del ataque de los turistas |
Llega agosto y, con él, otro viaje. Tengo ganas de llegar ya a Valencia: aunque hace apenas un par de semanas que tome el “aperitivo” en Cubelles, aún tengo que lavar un par de restos grises del invierno y sus fríos.
Salgo de casa bajo un sol de justicia y 35° de temperatura. Que el día iba a ser caliente se empezó a intuir al amanecer cuando, allá por las siete y media de la mañana, los termómetros rondaban los 24°; que el viaje iba a resultar tan cómodo para mis pies, en cambío, lo descubrí mucho más tarde, ya iniciado el camino, al mirar hacia ellos y descubrir que llevaba puestas todavía las zapatillas de andar por casa. No creo que nadie se sorprenda al verlas: son tan solo unas chanclas como las que usa hoy en día todo el mundo para ir a la playa, pero yo sé para qué las uso y tanto su vejez como el pésimo estado en que se encuentran las hacen impropias para un viaje que ha de durar veinticuatro horas, si bien resulta innegable que será un viaje comodísimo.
Partimos de Frankfurt con dirección a Paris. El tren no va excesivamente lleno, aunque imagino que irá recibiendo más viajeros conforme realicemos las paradas acostumbradas.
En Manheim suben los primeros franceses a bordo. Hasta ahora se escuchaba solo alguna que otra palabra en ese idioma, pero una nube de galos de todas las edades, géneros y colores acaba de abordar el tren, desparramándose por los asientos entre bufidos, gemidos y gritos llamando a los compañeros de viaje rezagados. Todo el abanico de sonidos onomatopéyicos que una garganta humana es capaz de reproducir, junto a alguna que otra palabra más o menos comprensible, se va extendiendo por el vagón. Los alemanes viajan como viven: discretamente, incluso en silencio. Los franceses, por el contrario, realizando una demostración del alma latina que les domina, hablan a gritos, por muy cerca que se encuentren unos de otros.
Tren de alta velocidad en la estación de Aschaffenburg |
Una mujer joven, acompañada por cuatro niños, reparte entre la chiquillería unas bolsas de productos salados de aspecto indefinible y sabor que recuerda al plástico. Refrescos de varios colores y chocolatinas completan un menú que, si bien es cierto que carece de virtudes alimenticias, resulta absolutamente del gusto de los pequeños “gourmands” que lo reciben con gran regocijo y permitirá a los demás pasajeros disfrutar de unos momentos de calma al silenciar al cuarteto de gritones.
El resto del viaje transcurre con tranquilidad, rota de vez en cuando por las protestas de los niños que quieren jugar con la única consola disponible. Probablemente si hubiera cuatro, tres de ellos querrían hacer otras cosas, pero solo hay una y ya se sabe que lo que hace realmente interesante a un juguete no es su precio, modernismo o virtudes para entretener, sino dos puntos fundamentales: que sea el único y que lo tenga otro niño.
Estación de Valencia |
Llegamos a Paris y tomo el metro para llegar hasta la otra estación, Paris-Austerlitz, donde cogeré el siguiente tren hasta Port Bou. Por algún problema que desconozco no he podido reservar el billete del siguiente tren, el que me ha de llevar a Barcelona. Tal vez sea debido a que se trate de la empresa que hace el servicio sea distinta a Renfe, tal vez por la huelga de empleados de la compañía. Por el motivo que sea, la última etapa de mi viaje comenzará sin billete. No creo que haya ningún problema y, en el peor de los casos, simplemente tendría que pasar la noche en Barcelona. No me angustio ¡estoy de vacaciones! De hecho es uno de los viajes más tranquilos que he disfrutado desde hace tiempo. El quitarme los nervios de tener que llegar en hora a la siguiente conexión, me ha cambiado totalmente la perspectiva. De momento, subiré al tren y trataré de dormir todo lo que pueda. Mañana, en Portbou, me ocuparé del siguiente billete.
Austerlitz está igual que la última vez que recalé aquí, hace dos años: en obras. Es una estación incómoda por ello y por el nerviosismo que esta situación provoca en empleados y pasajeros. Por suerte no he de estar mucho rato en ella. Compro unas bebidas y subo al tren. El sueño me vence, pero aún he de colocar mi equipaje en la litera, comer algo y entonces podré acostarme. El descanso se ve interrumpido periódicamente por la subida o bajada de pasajeros, las luces cambiantes que se cuelan por la ventana y mi propia preocupación por no quedarme dormida. Aún así, logro descansar algo y llegar a la frontera más o menos relajada.
En Portbou nos espera un tren regional que llegará a Barcelona en unas tres horas. Me subo a él, tras confirmar con el interventor que puedo comprar el billete a bordo y que hay plazas suficientes: en este tren no hay que reservar. Así descubro el motivo de la imposibilidad de hacerlo a que nos habíamos enfrentado anteriormente.
El regional está lleno de personas y maletas. Habíamos llegado con algo de retraso y el talgo que debía recoger a muchos de mis compañeros de viaje se ha marchado ya, así que los viajeros que pretendían llegar hasta Girona, Barcelona o Salou han de tomar el mismo tren que yo.
Al llegar a Sants, unas horas después, salgo disparada hacia la puerta para fumar un cigarrillo. Tengo que conseguir el billete hasta Valencia, pero tras tantas horas de viaje y sin mi porción de nicotina, eso es lo único que me apetece. Las colas ante los servicios de información son interminables y las taquillas de venta para larga y media distancia se ven cerradas, así que decido buscar a algún empleado que me informe. Lo malo es que tal y como enciendo el cigarrillo veo ante mí un puesto callejero en el que venden, entre otras cosas, libros de segunda mano. Por un momento miro hacia el interior de la estación y mi Pepito Grillo personal me recuerda que mi familia me espera y no debo entretenerme. Unos segundos después me dirijo hacia los libros y empiezo a curiosear. Pepito Grillo debe haber quedado en la puerta de acceso, porque no le oigo más. Una tiene sus prioridades ¿qué se le va a hacer?
Cuando vuelvo a la estación, orgullosa propietaria de un libro nuevo-viejo, busco a un empleado que me coloca junto a otras catorce personas que quieren llegar al mismo destino. Algunas traían billetes para trenes cuya conexión se ha perdido por retrasos, otras, como es mi caso, ni siquiera tenemos el ticket, pero eso no asombra a nadie: no hay venta por causa de la huelga. Nos aseguran que podremos comprarlos en el tren, nos dirigen hacia él y nos ofrecen asientos. Yo quedo algo rezagada para comprar mi billete y, al hacerlo, agradezco al interventor por su esfuerzo para conseguirme un lugar en el tren. Parece que le agrada mi comentario, porque me dice que soy la primera persona en todo el día que no le ha echado una bronca terrible por causa de los retrasos. En seguida añade que suba y me dirija hacia la derecha en lugar de a la izquierda, como indicó a los otros pasajeros, y él mismo me busca un asiento... en clase preferente, pese a que yo había pagado turista. Una vez más se confirma el dicho aquel de que “más vale caer en gracia que ser gracioso”.
Y fin de trayecto para las zapatillas |
Luego, quizá por seguir sobre raíles, tomo el metro para llegar al apartamento. Por primera vez me alojaré relativamente lejos de la ciudad, en las cercanías de Alboraya, la capital de la horchata y los fartons. El apartamento, agradable y más grande de lo que parecía en las fotos, se asoma al que en tiempos fuera un puerto pesquero, hoy reconvertido en deportivo, y que, gracias a la American Cup, ha adquirido fama entre deportistas y propietarios de pequeños barcos. Las casas de colores que le rodean, las flores en los balcones, las terrazas, llenas de turistas y la playa cercana dan al lugar un aire inequívoco de residencia para el veraneo.
Tras veintitres horas y cincuenta y siete minutos de viaje realizado sin billete y en zapatillas, comienzo mis vacaciones.
Poder viajar en tren, sin prisas, es uno de los mayores placeres de la vida. Al menos para mí.
ResponderEliminarQué patéticos y tristes resultan todos esos ejecutivos que viajan en el AVE a toda prisa, sin levantar ni un instante la mirada de sus portátiles, aunque sólo sea por ver los arbolitos pasar (eso no es productivo), y que salen corriendo de la estación a alguna importante reunión de negocios sin recrease en una última mirada a las veloces serpientes de metal que nos han traído hasta aquí. Qué patéticos y tristes resultan.
Aunque supongo que ellos pensarán lo mismo cuando pasan frente al tipo ese de mochila y zapatillas que se entretiene caminando con parsimonia por la estación mirando los trenes parados en sus andenes, recordando un viaje que ellos nunca han hecho, aunque hayan viajado junto a uno en el mismo tren.