domingo, 13 de julio de 2014

Vivir cambiando de vida


Pinos, mar y arena: una cala.
Hubo un tiempo en que mi vida estuvo en orden. El presente era un refugio seguro y el futuro estaba previsto. Sabía que nada enredaría mi mundo, nada rompería lo que estaba hecho.
Vivía en Mallorca, en la capital, Palma, llamada Ciutat por sus habitantes, como si en el mundo no hubiera ninguna otra. En realidad no la había: al menos para nosotros era la única ciudad que existía. Nuestro hogar, el sitio más bello y grato del mundo.
Aún ahora, cuando ha pasado más de media vida ante mí, no puedo evitar una lágrima de nostalgia al pensar en la isla y me viene a la mente un torrente de palabras que quedaron escondidas en algún rincón de mi mente para evocar otro tiempo y hacerme llorar: Ca´n Pastilla, Dijous Bo, el Bosch y el Teatro Balear, para ir con los amigos; Forn des Teatre, Estudio General, Rincón del Artista, la biblioteca del ayuntamiento en la Plaza de Cort, para adqirir cultura o entretenerse con los compañeros de estudio; pan payés con sobrasada, arròs brut y empanadas de carne, para llenar el estómago dando, al mismo tiempo, placer al paladar.

Traté de escribir mi futuro como si este pudiera ser producto de mis decisiones. Entonces no sabía que no podemos conducir nuestras vidas si no pensamos en los que nos rodean y adquirimos conciencia de que sus circunstancias influyen en las nuestras. Era muy joven y dependía de mis padres, así que serían ellos los que marcarían mi camino, porque ya se sabe que quien tiene la bolsa es quien da las órdenes.

Un día llegó la noticia fatal: teníamos que irnos a otra ciudad, porque esa era la única forma de tener trabajo para mantenernos.  La nueva ciudad estaba a cientos de kilómetros de la nuestra, separada por una franja de mar y otra de tierra. Tan lejos...
El motivo de la marcha fue la compra de la compañía para la que trabajaba mi padre, que le obligó a tomar un puesto de trabajo en la otra ciudad, la que nunca sería Ciutat para mí.  Los resultados fueron los habituales en estas circunstancias: años de ajustarse a un salario bajo, abandono de los estudios para buscar un sueldo con el que colaborar al mantenimiento del hogar, desgarro y pérdida de ilusiones.

No fue ni bueno, ni malo, si atendemos a las consecuencias. El tiempo fue reorganizándolo todo; hicimos nuevos amigos, nos acomodamos en un hogar parecido al anterior y la familia continuó unida y luchando para prosperar. Llegaron buenos tiempos y días felices.


Ahora, años después, se cierra el círculo y, haciendo lo que le es tan frecuente, la vida nos devuelve al punto
La catedral de Palma
de partida. De nuevo la sombra del cambio radical e impuesto planea sobre nosotros. Esta vez es otra familia, la formada por la joven de entonces, quien mira al cielo esperando el día en que se desate la tormenta.
No hay tanta desesperanza, porque la lección del pasado no se ha olvidado: ahora sabemos que el sol vuelve a salir, tarde o temprano. Lo que si hay es una lágrima reprimida porque la herida del pasado, que creía cicatrizada, se ha vuelto a abrir y la niña de entonces asoma otra vez, con miedo al futuro incierto y, sobre todo, a escuchar a su hijo preguntándole, lo que ella un día preguntó a su padre: "¿cuándo volveremos a casa?" Porque, igual que ocurrió entonces, esa pregunta no tiene respuesta.







Fotos:
http://www.mallorca-reiseinformationen.de/
http://www.mallorca-eye.net/

viernes, 4 de julio de 2014

Ir con los tiempos

Una de las puertas del parque.
Hace años, siendo yo una niña de unos nueve o diez, viví una temporada en Madrid, donde teníamos un bonito piso situado en una zona privilegiada de la capital, porque con solo cruzar una calle podíamos disfrutar del Parque del Buen Retiro, el hermoso terreno verde que se alza en pleno corazón de la ciudad.
En aquellos tiempos tenía incluso un zoológico, la Casa de Fieras, que tiempo después se convertiría en un bello jardín dentro del parque, así que jugar en él y visitar a los animales fueron actividades que pude disfrutar muy a menudo.

El Retiro estaba lleno de atractivos para mí, que era una niña inquieta, dispuesta siempre a investigar cada rincón. Allí aprendí a reconocer las plantas, de la mano de mi padre que siempre estaba dispuesto a explicar alguna cosa, y también a patinar, con aquellos patines de la época, que consistían en unas plataformas metálicas, con ruedas y sujetas a los pies por medio de unos correajes de cuero. También fue allí donde recibí una lección que no he olvidado nunca y en la que hoy he vuelto a pensar.

El parque está cerrado con un muro que se abre cada pocos metros con unos portalones de hierro. Todos los días accedíamos al mismo por uno de ellos, junto al que se sentaba una anciana vendedora de golosinas.
Colocaba una silla plegable sobre la que aposentaba su tremenda humanidad, cubierta de ropas generalmente oscuras y un delantalito a cuadros. A su derecha, una gran cesta de mimbre mostraba todos sus tesoros: chicles, caramelos de menta y anís, regaliz (pero del bueno, de palo, ese que en Madrid llaman palodú o también palolú), piruletas y paquetes de cigarrillos abiertos, porque los vendía sueltos.

Me gustaba la mujer, aunque ella no hacía nada por ser simpática. Me atraía por su extraña forma de hablar: en lugar de "gracias" decía "Dios se lo pague" y llamaba "saci" a los caramelos de menta, pese a que esa era la marca y no el sabor. Una vez le cayó al suelo parte del contenido de la cesta y, al ayudarle a levantar las cosas, me dijo "que Dios te bendiga, niña mía". Quedé entre complacida y asombrada, porque solo había oído esa expresión en mi abuela y me pareció que debía ser muy anciana si hablaba como ella.
De entre todas sus locuciones había una que me dejó sorprendida la primera vez que la escuché. Fue al comprarle unos caramelos e ir a pagarle. Me pidió "dos reales".
Recuerdo que abrí la mano en la que llevaba el dinero y se la acerqué para que ella tomase el importe, porque no sabía qué me estaba pidiendo. Luego salí corriendo a buscar a mi padre para preguntarle por la solución a aquel arcano. Me explicó que un real era una moneda antigua, ya en desuso, que equivalía a cincuenta céntimos, aunque también había quien decía "dos reales" para referirse a la "media peseta" y "cuatro reales" si se trataba de una.

Así aprendí una cosa importante y es que hay gente que se aferra a las viejas costumbres porque, según ellos, son mejores. Me pareció entonces  que en realidad lo hacen, al menos algunos de ellos,  por comodidad: así no tienen que esforzarse por aprender algo nuevo. Ahora me he vuelto más comprensiva, pero sigo pensando que algo de eso hay.


Casi olvido decir por qué me volvió a la mente este recuerdo: es que hoy he oído a un locutor de televisión dar el precio de un inmueble en euros y, a renglón seguido, en pesetas. Estoy segura de que los niños que escucharon ese programa, también entendieron algo así como "esto cuesta dos reales".


Dos reales.




Fotos:
rokko69periplo.blogspot.com
palmeral-pensamientos.blogspot.de