domingo, 28 de julio de 2013

Casarse por dinero

Imaginemos por un momento a una jovencita soñando con lo que se ha dado en llamar “el día más feliz de su vida”, o sea, con su boda. Se ve envuelta en blancas nubes de tul y seda; su cabello, artísticamente trenzado y decorado con flores o perlas; la persona amada a su lado, pronunciando las dulces palabras que les unirán para siempre...
Pues no, señores, esto es una tontería. Según acabo de leer en un artículo periodístico, no es eso en lo que las actuales parejas piensan antes de casarse, sino en cuánto dinero van a sacar del evento. Según la autora del artículo, las parejas piensan en a quién invitar y resolverán el problema en función de la capacidad adquisitiva de sus invitados. De paso trata de salvar la dignidad de los esposos diciendo que lo hacen, entre otras razones, para no ponerles (a los invitados) en un compromiso.  

Doy todo crédito a las palabras de la articulista, porque he conocido muchos casos de esos y he oído repetidas veces a personas comentar eso de es que no les podemos dar menos de lo que cuesta el cubierto. Pero ¿es esto cierto? Si me convidan a un cumpleaños ¿debo hacer el regalo en función del precio de la tarta? Y si me convocan a una cena en casa de amigos ¿no basta ya con la botella de vino? ¿tengo que buscar un presente que cubra el coste de la cena? Entonces ¿por qué he de pagar parte de la celebración de boda? No voy a elegir el restaurante, me pondrán el menú que ellos decidan y ¿he de pagar por ello?
 
 
Es cierto que la economía ha de ser observada escrupulosamente y, por ello,  lo razonable sería hacer una fiesta más sencilla, acorde al poder adquisitivo de quien pague la ceremonia, con menos invitados, si es necesario. Quizá una comida en casa con la familia o una barbacóa con los más íntimos, podrían ser buenas opciones y ningún bolsillo resultaría damnificado. Pero no. La pareja más humilde quiere casarse como si fuesen príncipes: disfraz de emperatriz austriaca para ella (carísimo, por supuesto); traje de diseñador italiano para él (no mucho más barato, claro); banquete tipo recepción real a los embajadores; baile con músicos de carne y hueso y luna de miel en el Caribe. Y que lo paguen los invitados.
 
Seamos serios, por favor. Casarse es tan importante para quien lo ve desde fuera como conseguir un nuevo trabajo o ingresar en un convento: podrá cambiar algo la vida de los contrayentes, pero no tiene porqué alterar la del resto de sus familiares y amigos. Estos aportan su compañía y apoyo en ese día, sus vestiduras festivas, sus risas, su afecto y su calor ¿por qué se les pide más? Es tradicional el entregar un regalo, un recuerdo de ese día, cosa que es bonita y agradable, pero de ahí a pensar que se ha de cubrir un importe concreto media un abismo.
Otra de las cosas que dice en el artículo es que hay personas que optan por ir solas a
la ceremonia, para no gravar a su familia con semejante dispendio. Me estoy imaginando a ese primo que ha de decirle a su mujer e hijos que solo uno de ellos asistirá a la boda de su pariente, porque lo contrario les costaría mucho dinero. Me suena a algo así como decirles que no pueden ir todos al parque de atracciones porque la entrada familiar es más cara que la individual, con el agravante de que estamos hablando de compartir un día que debiera ser de unión familiar y alegría conjunta.

No puedo evitar preguntarme cuándo hemos perdido la perspectiva, cuándo comenzamos a convertir las celebraciones familiares en negocio, cuándo empezamos a perder el deseo de compartir nuestra alegría con los seres amados, por el puro placer que de ello se deriva. Y, lo
que me parece aún más triste ¿cuándo dejamos de ver y aceptar lo que somos en realidad? Si no pertenecemos a la aristocracia ¿por qué queremos casarnos como ellos? Mal empieza una vida en común si lo hace bajo el signo de la jactancia y peor aún si esta fanfarronería es injustificada.
Vivamos de acuerdo con nuestra economía. Celebremos fiestas teniendo presente lo que podemos pagar y lo que no. Compartamos lo que tenemos y hagámoslo con aquellos que realmente nos importan, que suelen ser muy pocos. No hagamos de el día más feliz de nuestra vida una pesadilla para quienes nos aprecian y lo disfrutaremos más y mejor. Como bien dice Mónica Martínez en el mencionado artículo “Al fin y al cabo es una celebración y nadie está obligado a regalar nada.”

 
Demos a las fiestas el lugar que les corresponde y dejemos los negocios para los días laborables. El trueque es bueno,  pero solo si se practica en el mercado.




 
 
 
 
 
 
 
Enlace al artículo de Mónica Martínez.
http://www.huffingtonpost.es/monica-martinez/cuanto-dinero-dar-en-las-_b_3652458.html?utm_hp_ref=spain


Fotos:
http://www.mundocorazon.com
http://soloparanovios.blogspot.de


jueves, 11 de julio de 2013

Filosofando en verano



Grecia
Por fin llegó el verano. El sol calienta con fuerza, las plantas se secan y amarillean y todos los movimientos se ralentizan. Y los más sosegados de todos ellos son los míos. El verano me devuelve a la vida, después del letargo invernal, pero a una tranquila, lenta, de gestos morosos, como de querer aprovechar los segundos.

Cualquier actividad que realizo requiere el doble de tiempo del que invierto en la temporada fría y, sin embargo, no me siento agobiada por ello, porque pierdo la sensación de prisa que me acompaña en los meses de invierno, al tiempo que gano en actividad mental, pues esa cachaza me permite observar cuanto me rodea y analizarlo con calma.

Me descubro a mí misma pensando en cuestiones filosóficas o políticas mientras hago las tareas de la casa y paseo por la calle “arreglando” la economía europea, incluso creando un nuevo orden moral para el mundo.  

Termino preguntándome si será el calor el motivo de que la cuna de la filosofía y la literatura fuera un país mediterráneo. Tal vez Homero no habría podido escribir La Ilíada de haber nacido vikingo. En el mejor de los casos quizá fuese un druida o un sacerdote de cierto prestigio y nosotros no conoceríamos las aventuras de Ulises. Peor aún: ahora no podríamos hablar de las odiseas de los grandes aventureros, porque no conoceríamos esa palabra.

De pronto he sentido vértigo al pensar en todo lo que no tendríamos si Homero, Aristóteles o

Rodas
Pericles, entre otros muchos, no hubieran sido griegos. No podríamos disfrutar de la música, porque no tendríamos pentagrama o melodía y nadie habría compuesto una sinfonía; no conversaríamos sobre política, democracia, tiranía ni tendríamos nociones de economía; los médicos no reconocerían una bacteria al verla ni podrían decir que hemos enfermado de neumonía y cuando nuestro coche se estropease no tendríamos un mecánico a quien encargar su reparación.


Si es cierto que el primer homínido nació en África, no lo es menos que la primera pregunta se planteó en algún punto del Mediterráneo. Me imagino a algún antecesor, sentado a la sombra de un pino, a la orilla del mar. Su cuerpo cubierto por una túnica, el cabello negro y rizado y los ojos oscuros, de mirada profunda, observando el vaivén de las olas. Le veo sonreír sorprendido al descubrirse capaz de hacer algo que ningún otro animal hizo anteriormente: está pensando. Estudia el agua que baila ante sus ojos y se pregunta sobre las mareas, mientras, por primera vez en la historia de la tierra, busca una razón lógica para explicarlo.  Se plantea qué clase de ser es él mismo, por qué puede andar si el árbol que le cobija no puede hacerlo; de dónde vienen los humanos; qué es la justicia. De pronto le viene una palabra a los labios: Filosofía. A partir de ahí da comienzo la auténtica civilización, esa que se forma a base de cultura y pensamiento. El resto, es historia.

Y todo gracias al buen tiempo de que gozamos a la orilla del Mare Nostrum y al verano que nos permite tomar la vida con calma y dedicarnos a pensar.

Definitivamente, es una suerte que tengamos este clima tan suave y, sobre todo, que Homero no fuese un vikingo.



Filósofos