domingo, 31 de mayo de 2015

De cómo aprendí mis primeros poemas

La poesía anda siguiendome los pasos. Un artículo hablando de sus beneficios para el cerebro; un compañero que firma su nuevo poemario  en la Feria del Libro madrileña; una compañera que habla en su blog de mi admirado Antonio Machado; los poemas de Luis Alberto de Cuenca que he de leer de cara a un examen y que son los que menos me gustan, por aquello de que la obligación se niega a convertirse en vocación; versos de Neruda, recuperados tras leer los resultados de la autopsia que se ha realizado a sus restos y Lope, que siempre anda por ahí para mi disfrute.

Así, entre versos, viajo mentalmente al pasado entregandome a una de esas divagaciones que dan nombre a este blog.

Me veo muy pequeña, tal vez porque me comparo con el enorme sofá que tengo ante mí y con la persona que se sienta sobre él, mi abuela.
Tiene puestas sus gafas negras, decoradas con una línea de nacar que recorre las patillas. Las sujeta con una cadena dorada que se engancha a cada una de ellas y le rodea la nuca, lo que le permite tenerlas siempre a mano. Las necesita para ver de cerca y en ese momento son imprescindibles, puesto que está haciendo ganchillo.
Me mira por encima de la montura y me anima: "¡Venga, mi niña! empieza ya". Yo, frunzo el ceño para concentrarme bien en mi papel y comienzo a recitar: "Escribidme una carta, señor cura." Mi abuela contesta con su frase y así seguimos, conversando con las palabras del poema de Campoamor en que una muchacha pide al cura que le escriba una carta para el amado lejano.

No es el primer poema que aprendí, pero sí el primero de los "serios". Años atrás, siendo una cría de unos 3 años, me habían enseñado dos fábulas cortas que serían mi primer contacto con las rimas. Me las enseñó mi padre, quien también me dió a conocer a Lope, Quevedo, Calderón y otros poetas más modernos, como Darío, García Lorca, Machado o Miguel Hernández.
Campoamor fue perdiendo forma en mi recuerdo al llegar a mi vida otros poetas, otras personas y otras aficiones, pero siempre que leo u oigo su nombre, veo de nuevo ante mí a aquella anciana, sus gafas y sus hilos.

Pronto aprendí que la poesía produce varios efectos positivos. En el plano físico ayuda a entrenar la memoria y a tranquilizar los ánimos en los momentos de nerviosismo. Relaja a los niños antes de ir a la cama, lo que me hace recomendar a los padres que, tras la lectura del cuento de buenas noches, reciten un pequeño poema. Tal vez algo de Gloria Fuertes para los más pequeños y quizá alguna picardía de Quevedo para los mayores, que lo celebrarán entre risas y luego tendrán sueños alegres protagonizados por gente con enormes narices o por fanfarrones que han de echarse atrás en sus bravatas.
Desde un punto de vista emocional, la poesía nos permite sentir abiertamente lo que solemos reservar para la intimidad: el amor, la pasión, el miedo, la vida y la muerte. Un solo verso puede contener toda una vida. Este es el auténtico milagro que encierra un poema.

Desde que mi abuela se fue no he vuelto a recitar la primera parte del poema, tal vez porque faltándome "el cura" se queda un poco cojo, pero aún repito periódicamente la última en que la muchacha, llena de pasión y de tristeza por la ausencia, pronuncia algunas de las palabras más bellas con que se ha descrito la añoranza por el amado ausente.


Yo hoy añoro tener una pluma más apta para la poesía, porque me hubiera gustado ser capaz de hablar de ella en verso, pero no lo soy,  así que me retiro ya, con un suspiro de tristeza ante mi escaso conocimiento, mientras pienso para mí "¡Dios mío! ¡Cuántas cosas le diría, si supiera escribir!"




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