La poesía anda siguiendome los
pasos. Un artículo hablando de sus beneficios para el cerebro; un compañero que
firma su nuevo poemario en la Feria del
Libro madrileña; una compañera que habla en su blog de mi admirado Antonio
Machado; los poemas de Luis Alberto de Cuenca que he de leer de cara a un
examen y que son los que menos me gustan, por aquello de que la obligación se niega
a convertirse en vocación; versos de Neruda, recuperados tras leer los
resultados de la autopsia que se ha realizado a sus restos y Lope, que siempre
anda por ahí para mi disfrute.
Así, entre versos, viajo
mentalmente al pasado entregandome a una de esas divagaciones que dan nombre a
este blog.
Me veo muy pequeña, tal vez porque
me comparo con el enorme sofá que tengo ante mí y con la persona que se sienta
sobre él, mi abuela.
Tiene puestas sus gafas negras,
decoradas con una línea de nacar que recorre las patillas. Las sujeta con una
cadena dorada que se engancha a cada una de ellas y le rodea la nuca, lo que le
permite tenerlas siempre a mano. Las necesita para ver de cerca y en
ese momento son imprescindibles, puesto que está haciendo ganchillo.
Me mira por encima de la montura y
me anima: "¡Venga, mi niña! empieza ya". Yo, frunzo el ceño para
concentrarme bien en mi papel y comienzo a recitar: "Escribidme una carta,
señor cura." Mi abuela contesta con su frase y así seguimos, conversando
con las palabras del poema de Campoamor en que una muchacha pide al cura que le
escriba una carta para el amado lejano.
No es el primer poema que aprendí,
pero sí el primero de los "serios". Años atrás, siendo una cría de
unos 3 años, me habían enseñado dos fábulas cortas que serían mi primer
contacto con las rimas. Me las enseñó mi padre, quien también me dió a conocer
a Lope, Quevedo, Calderón y otros poetas más modernos, como Darío, García
Lorca, Machado o Miguel Hernández.
Campoamor fue perdiendo forma en
mi recuerdo al llegar a mi vida otros poetas, otras personas y otras aficiones,
pero siempre que leo u oigo su nombre, veo de nuevo ante mí a aquella anciana,
sus gafas y sus hilos.
Pronto aprendí que la poesía produce
varios efectos positivos. En el plano físico ayuda a entrenar la memoria y a tranquilizar
los ánimos en los momentos de nerviosismo. Relaja a los niños antes de ir a la
cama, lo que me hace recomendar a los padres que, tras la lectura del cuento de
buenas noches, reciten un pequeño poema. Tal vez algo de Gloria Fuertes para
los más pequeños y quizá alguna picardía de Quevedo para los mayores, que lo
celebrarán entre risas y luego tendrán sueños alegres protagonizados por gente
con enormes narices o por fanfarrones que han de echarse atrás en sus bravatas.
Desde un punto de vista emocional,
la poesía nos permite sentir abiertamente lo que solemos reservar para la
intimidad: el amor, la pasión, el miedo, la vida y la muerte. Un solo verso
puede contener toda una vida. Este es el auténtico milagro que encierra un
poema.
Desde que mi abuela se fue no he
vuelto a recitar la primera parte del poema, tal vez porque faltándome "el cura" se queda un poco cojo, pero aún repito periódicamente la última en que la
muchacha, llena de pasión y de tristeza por la ausencia, pronuncia algunas de
las palabras más bellas con que se ha descrito la añoranza por el amado
ausente.
Yo hoy añoro tener una pluma más
apta para la poesía, porque me hubiera gustado ser capaz de hablar de ella en
verso, pero no lo soy, así que me retiro
ya, con un suspiro de tristeza ante mi escaso conocimiento, mientras pienso para
mí "¡Dios mío! ¡Cuántas cosas le diría, si supiera escribir!"
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