Leer da alas |
Ahora que tengo algún tiempo libre regreso a la lectura. No es que cuando
estoy ocupada no lea, pero durante el año lectivo muchos de mis libros tienen
un motivo y, en cambio, los que leo ahora no lo tienen.
Suelo decir que la lectura es mi entretenimiento más habitual y los libros
mi pasión. Como casi todos los amantes de estos pequeños compañeros de papel,
empiezo a disfrutar de ellos en el momento en que pienso en acercarme a la
librería. El gozo se prolonga durante la búsqueda, con el roce de los dedos
sobre la portada, el crujido de las hojas, el aroma a tinta...
En alemán hay una palabra que me encanta, con la que se puede definir muy
bien este sentimiento: Vorfreude, la
alegría previa a la realización o consecución del objeto en el que nos
regodearemos posteriormente.
Hoy, mientras pensaba con qué libro pasar la tarde, noté de repente un
agradecimiento infinito hacia los libros que he leído.
Es obvio que mi forma de hablar, el léxico que utilizo y hasta las ideas
que se me ocurren han surgido de las enseñanzas recibidas a través de la
lectura, pero hay algo más.
Mis circunstancias vitales me han impedido hacer muchas cosas que hubiera
deseado y, sin embargo, muchas de ellas las he "hecho" gracias a los
libros.
No existe la máquina del tiempo que pueda llevarme a Grecia para escuchar
un discurso de Pericles y no me resulta factible coger la mochila y hacer el
Camino, pero puedo leer sobre ellos. Gracias a los libros he viajado a Francia
y asistido a la muerte de Molière y al nacimiento de Grenouille; he cabalgado con Atreyu por Fantasía y he
llegado a Mordor para fundir un anillo en el único fuego que podría destruirlo.
Recorrí parte de España acompañando a Lázaro y otra parte cabalgando a la grupa
de cierto jumento llamado Rocinante. Luego me fui a China para traer sedas y
especias y acabé quedándome en la corte imperial durante veinticuatro años,
haciendo compañía a los Polo. A mi regreso me embarqué con el doctor Gulliver y
conocí lugares fabulosos y extraños en los que, pese a las diferencias, había
tanto en común con mi propio país.
A veces el viaje era más corto, aunque mucho más difícil, porque la meta
era yo misma. Así me dejé conducir por Lao
Tse, Mahoma, Confucio, Buda, Jesús, Brahma y el mismísimo Yahvé, entre otros
muchos, con la esperanza de entenderme un poco mejor y comprender a otros.
Añadí a mi círculo de amigos-maestros a filósofos como Nietzsche, Ortega,
Platón, Aristóteles, Sócrates y tantos otros, trasladándome de mi alma a la
suya y regresando periódicamente. Unas veces traía cosas que encontraba allí y
podrían servirme, otras desechaba lo que encontraba, pero siempre disfruté el
trayecto, aunque al final no encontrase la respuesta que buscaba.
Probablemente aprendí en los libros cual es el mejor medio de transporte y
a usarlo casi en exclusiva: el tren. Viajar en ferrocarril es igual que leer porque
es uno de los pocos medios en que el trayecto es más importante que la meta.
Si lo pienso bien, esto es quizá lo más valioso que he aprendido de los
libros: a disfrutar del viaje, porque es verdad que el final nunca es lo más
importante.
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