Quienes me conocen no
necesitan preguntarme cuándo me examino porque un simple vistazo les basta para
adivininarlo: mi cara está pálida y desencajada; las manos me tiemblan; respiro
agitadamente y no hablo mucho, pero cuando me animo a decir algo las palabras salen
precipitadamente, amontonándose unas sobre otras, creando frases ininteligibles
o carentes de sentido. Mi carácter, habitualmente tranquilo y simpático sufre
una serie de mutaciones que transforman al Dr. Bruce Banner que llevo dentro en
el monstruo enorme, verde y rugiente que todos los fans de Marvel conocemos. No
llego a tratar de morder a nadie, pero por muy poco. Claro que Hulk tampoco
muerde a nadie, pero asusta mucho.
Justo eso es lo que me
pasa a mí, que asusto mucho. Si afinamos bien las orejas podemos oir a mi
familia gritando “¡a cubierto!” cada vez que me acerco a ellos.
Paso los días
semi encerrada en mi cuarto de trabajo y cuando salgo de él voy sembrando la
destrucción a mi paso. Entre las cosas que se me caen de las manos por el
temblor y las que tiro adrede en un arrebato de ira contra Saussure o Julio
César tengo que renovar la casa una vez cada cuatro meses. Me miro al espejo y
veo a un ser monstruoso, de un color entre verde y amarillo que ni el mismo
Lorca se atrevería a querer, mirándome con
ojos extraviados y ceño que de tan fruncido se convierte en unicejo.
Por unas
décimas de segundo pienso que debo calmarme, antes que la ropa me reviente y
acabe paseando en pantalón corto por la calle... o sin ropa, que la vida real no
es tan recatada como los cómics. Respiro hondo, cuento hasta veinte y vuelvo a
mi cuarto.
Mis apuntes me miran
desde la mesa, unos abiertos, otros cerrados esperando su turno. Tomo una
Yo, pidiendo a mi familia que, por favor, bajen el volumen de la televisión, |
Trato de descubrir
qué significa eso que leo y, en ese preciso instante, vuelve a ocurrir: me
quedo en suspenso, la mente en blanco y en un silencio que solo deja oir mi
respiración, cada vez más acelerada y sonora porque ahora tomo el aire a través
de la boca. Noto como la camiseta y los vaqueros comienzan a apretarse contra
mi cuerpo cada vez más, amenazando estallar; la temperatura sube y el color
verde de las manos anuncia la transformación del cuerpo. Desaparecen las
letras, desaparece mi cuarto. Solo oigo un susurro muy lejano. Parece el sonido
de un aspirador. Me levanto y, ciega a cuanto me rodea, derribo un vaso lleno de bebida, tres sillas, una estantería con todos sus libros; arranco la
barandilla de la escalera y enfilo hacia la fuente del ruido.
Cuando recobro la
conciencia veo a mi familia escondida detrás del sofá. A
mis pies los restos del electrodoméstico inoportuno descansan, silenciosos al
fin, en el suelo.
Definitivamente, no hay nada como un par de exámenes para despertar al
increible Hulk.