lunes, 21 de octubre de 2013

El duende y el futuro



El duende recibió ese nombre hace muchos años. Cuando nació fue llamado Elfo, pero la esperanza de un ser de gestos suaves y amante de la calma se diluyó en la nada, justo en el momento en que comenzó a gatear y pudimos observar como su conducta adquiría un preocupante parecido con la de un ruidoso poltergeist.

En otro lugar de este blog expliqué el porqué de estos apodos: su piel es casi transparente, de tan blanca y fina; su nariz es chata y las orejillas picudas, tan parecidas a las de las hadas; sus ojos rasgados y la sonrisa permanente, ligeramente burlona a veces, dulce y contagiosa  siempre, provocaban al mirarlo la sensación de estar viendo un ser de otro mundo.

El pequeño y dulce elfo creció y, al tiempo que desarrollaba la capacidad de desplazarse, empezó a mostrar una afición por la decoración de interiores que ha acabado convirtiéndose en la pesadilla del resto de habitantes de la casa. De repente, en plena madrugada (que el tema de las horas de sueño nunca le preocupó mucho), decide que la cama estaría mejor en otro punto del dormitorio, así que la cambia de sitio. El hecho de que ese lugar estuviera ocupado por un armario conteniendo toda su ropa o una estantería rebosante de libros no es algo que le obligue a cambiar de parecer: simplemente se arrastra el molesto mueble hasta el pasillo o se lleva a otra habitación y ¡asunto arreglado!

La vida con un ser mágico tiene muchos momentos divertidos, que otras veces he compartido en este blog. Todas las andanzas del duende que alguna vez he relatado son reales, como real es él mismo, que llegó hasta nosotros hace ya muchos años y se quedó para enseñarnos muchas cosas que no conocíamos. Hemos reído mucho gracias a sus ocurrencias y vivido situaciones llenas de alegría y afecto, pero nadie es perfecto. Ni siquera los duendes.

Cuando anunció su llegada lo hizo con fanfarrias. Nos preparamos para recibir al ser que completaría nuestro hogar y soñamos con él durante muchas semanas. Nos preparamos para acoger a una prolongación de nosotros mismos, inteligente, atractivo, simpático. Nos preparamos para aceptar a alguien que un día iría al colegio ¡a la universidad, tal vez! que se casaría, tendría hijos y alargaría nuestra propia vida, si no en el mundo, al menos en el recuerdo. Nunca nos preparamos para él.

Apenas llevaba veinticuatro horas en la tierra cuando descubrimos el porqué de esos ojos “de chino”: nuestro amado bebé nació con Síndrome de Down.

No recuerdo mucho más de lo que el médico dijo aquel día. Mi única preocupación en ese momento

¿Quién sabe lo que encontrará al final del camino?

era saber cuándo podríamos ir a casa. Salí del despacho del doctor sin despedirme siquiera, llegué hasta la salida de la planta, me senté en un escalón y lloré amárgamente. Fueron apenas unos pocos minutos de lágrimas, porque había mucho por hacer y tenía que empezar enseguida, pero, sobre todo, porque no lloraba por mi pequeño, sino por mí, porque sentía que todas las ilusiones que me había forjado ya no se realizarían nunca; porque pensaba que había hecho algo mal, que me había equivocado en algo y este era mi castigo. No podía pararme a llorar, porque tenía que reparar mi error cuanto antes. Desde entonces han sido muy pocas las veces en que me he dejado vencer por el dolor. Escondí mis dudas y temores en algún remoto rincón de mi cerebro y procuré centrarme en lo que traía cada momento, sin pensar en el futuro, porque este se convirtió en un lugar oscuro y frío en el que no merecía la pena derrochar energías.



He pasado muchos años esquivando al porvenir. A veces lograba atraparme en un momento de indefensión y me recordaba todo lo que no me traería: ningún colegio, salvo uno “especial”, ninguna universidad; ningún “llamar a mi hijo al trabajo”, porque no tendría un trabajo al que llamarle... Diré en mi descargo que todos tenemos malos momentos en los que parece que solo los pensamientos negativos hallan eco.

Con el tiempo aprendí a responder a estas agresiones. Cuando el futuro me cerraba el paso diciendo que la vida me había dejado sin esperanzas, yo le gritaba que estaba equivocado: tenía las mismas que cualquier otra persona, porque nadie sabe lo que de verdad le está reservado. No hay un padre capaz de predecir lo que será de su hijo. Nadie sabe si mañana tendrá un puesto de trabajo, si seguirá sano o tan solo si estará vivo.


El duende, a los 10 meses de vida
He ido esquivando esos ataques hasta ayer. De pronto fui consciente de que el duende se ha hecho mayor y que apenas le quedan unos pocos años de colegio. En poco tiempo deberá salir al mundo, buscar un puesto de trabajo, aprender a vivir siendo responsable de sí mismo. Antes de que nos demos cuenta deberá extender sus alas y echar a volar, no porque deseemos que se vaya sino porque se habrá convertido en adulto y deberá vivir como tal.
Al pensar en ello volvió el miedo. De nuevo sentí la agresión del viejo enemigo, el futuro negro, frío, insondable, se apareció ante mí con sus eternas amenazas de horrores y lágrimas. Recurrí al viejo truco de cerrarle mi mente y me entregué a mis tareas cotidianas, buscando en los gestos familiares el calor que me negaba el canalla.

Allí lo encontré. Entre los trastos viejos de la casa, agazapado esperando para plantar batalla, se hallaba el viejo grito y se lo lancé al traidor con más fuerza que nunca: te equivocas porque das por sentado lo que solo es posibilidad. Tal vez no salga bien, tal vez no se cumplan las expectativas, tal vez debamos continuar cuidando de él, pero tal vez no sea así.

He vivido con el duende quince años. He aprendido mucho de él y solo con una de sus enseñanzas puedo hundir todos los pronósticos de los agoreros. Porque el duende me ha enseñado que la magia existe y que no se debe nunca menospreciar el poder de un duende.
 
Octubre, mes del Síndrome de Down para muchos blogueros del mundo