jueves, 27 de junio de 2013

Cuando escribo...





La escuela de Atenas. Raffaello
Llevo dos semanas sin escribir apenas. Tengo entre manos una historia para la que me he llenado de apuntes, frases sueltas, ideas, pero no soy capaz de desarrollar más de un par de líneas seguidas. Es cierto que estoy ocupada en varias cosas al mismo tiempo y que apenas puedo sentarme a ratos perdidos, pero también lo es que he estado pasando por un momento de meditación, que ahora quisiera plasmar aquí.
 
Soy consciente de mis limitaciones literarias, así que no espero ser admirada por legiones. Tanto en este blog, que no pasa de ser un diario sin más pretensiones, como en mis otros textos, no se puede encontrar más que un pequeño “entrenamiento” diario, con el que trato de aprender a escribir y, por ese motivo, he esperado siempre la crítica de mis lectores. Es evidente que un análisis excesivamente duro puede acabar con las ilusiones del conato de autor, pero sería interesante recibir de vez en cuando una indicación, una corrección hecha con  ganas de colaborar. Por lo general solo escucho la voz de mis amigos que asienten a lo que digo, si se ven reflejados en lo escrito, o el silencio más absoluto, si no es así.
 
No me quejo de los laureles, que son buenos para acariciar el orgullo, y que recibo con complacencia y un cierto rubor, pues nunca me parece que mis divagaciones merezcan tanta bondad. En realidad estoy convencida que sus halagos son frutos del afecto y, sin negarles sinceridad, del deseo de animarme en esta tarea. Es solo que algunas veces me siento como el niño pequeño que hace un par de rayas en el papel y todos le aplauden por lo bien que ha pintado.
Tampoco deseo la reprobación más descarnada. Eso serviría para quitarme las ganas de seguir practicando. Es más bien la sensación de que recibo más alabanzas de las que merezco... y menos ayuda de la que necesito.
 
Escribir es, de todas las tareas que he emprendido en mi vida, la más difícil. Incluso cuando escribo
La lectora. V. van Gogh
para el blog, contando una historieta intrascendente ocurrida en mi vida cotidiana, la tarea es agotadora. La elección de las palabras, el evitar redundancias, lograr exponer con claridad un sentimiento o un gesto, requieren consultas al diccionario (a varios tipos de diccionarios), correcciones, párrafos completos rehechos o borrados, horas de trabajo invertidas en una sola página. Cuando el resultado es aceptable, lo publico pensando que no he hecho todo lo que debí hacer, que aún no es perfecto.  Después, cuando algún compañero me dice que el texto le gustó, que se sintió identificado o que le ha tocado alguna fibra especialmente sensible al tema de que se trate, me siento contenta, halagada y ruborizada, pero no satisfecha. Sé que algo se puede arreglar, que alguna frase era incomprensible o que tal vez había una falta de ortografía o de expresión y me horroriza que no me lo diga nadie. A veces llego a pensar si no será que no han leído el relato con la suficiente atención o que quizá yo sea demasiado exigente y no tenga el criterio correcto para decidir sobre la calidad de lo que escribo. Ambas opciones me producen pánico.
 
 
Cuando escribo lo hago para mí, no para los demás. Me relato anécdotas que no quiero olvidar y me cuento historias que deseo retener en el tiempo. En cambio cuando publico, pienso en los demás. Su opinión se convierte en el centro de mi interés, porque será a través de sus palabras como veré el camino a seguir. Un compañero me comentó una vez que veía un cierto abuso de los adverbios acabados en –mente en un texto y, desde entonces, los evito con sumo cuidado para no empobrecer la narración y evitar el cansancio del lector. Ese es el tipo de consejos que siempre espero (y dichos en el mismo tono afectuoso, a ser posible).


Yo no encuentro la perfección en mis escritos. Me cuesta creer que otros sí la hayan encontrado.

La hechicera. J. W. Waterhouse

lunes, 17 de junio de 2013

La distancia, otra vez


Desde que vivo lejos de mi casa la nostalgia se ha apoderado de mí muchas veces. Todos los que viven en la lejanía saben lo que es soñar con un aroma, un sabor o una sensación en la piel que a veces se apodera de nosotros y nos pone una sonrisa dulciamarga en los labios. Es un sentimiento ligero, que dura apenas lo que un parpadeo y se alivia en cuanto adquirimos consciencia de lo que nos rodea: la familia, los objetos cotidianos, la casa en que vivimos... Solo algunas veces la distancia cae sobre nosotros como una losa y nos oprime el alma, poniendo un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. Suele ocurrir cuando descubrimos que un ser querido se está marchando y no estamos cerca para decirle adios.

Hace unos años (tan pocos que aún los cuento en meses) murió mi madre. De entre todos los pensamientos que llenaron mi mente en aquellos días, había uno que se repetía una y otra vez: yo no estuve ahí. No se trataba del funeral, ni siquiera de sus últimos días. No estuve ahí mientras se encontró enferma; no estuve cuando tuvo sed, para darle un vaso de agua; no estuve cuando perdió todo el pelo, por la quimioterapia; no estuve para acompañarle a comprar un bonito pañuelo con que cubrir su cabeza o un sombrero que le protegiera del sol; no estuve para prepararle sus platos favoritos, ni para acompañarle a visitar al médico. Simplemente, no estuve ahí.

Ahora vuelvo a sentir la dureza de los kilómetros que me separan de algunos de mis seres queridos y de nuevo regresa ese pensamiento, quizá con más fuerza que antes, porque aún no es demasiado tarde y, pese a ello, tampoco estaré.  Un día sonará el teléfono y uno de mis hermanos, tal vez uno de mis sobrinos, me llamará y pronunciará las palabras que temo oir. Yo prepararé la maleta, haré un largo viaje y me despediré de unos oídos que no me escucharán, porque estarán ya sordos a todas las voces.

Sé que hago lo correcto. Mis obligaciones están aquí, en mi casa, junto a mi familia, a la que debo atender en primer lugar, pero las personas con las que compartí mi infancia y mi primera juventud son igualmente importantes para mí. Su ausencia se me ha hecho difícil siempre, pero cuando esta se ha convertido en definitiva, la he sentido  con todo el peso de los  días transcurridos desde que nos separamos, con el de las palabras que no nos dijimos, con el de las risas que no compartimos.

A veces noto una punzada de envidia al oir a mis amigas contar que han salido de compras con su madre, que fueron a la peluquería con su hermana o que tuvieron una comida familiar. Las envidio porque tienen el apoyo de los suyos, porque pueden compartir buenos y malos momentos con las personas que aman y, por encima de todo, porque están ahí cuando son necesarias.

El mundo se ha convertido en un lugar muy pequeño, gracias a la rapidez de los transportes y las distancias han perdido mucha fuerza, debido a la existencia del internet, las redes sociales y el teléfono móvil, que nos acompaña allá donde vamos. Nunca sentiremos lo mismo que aquel emigrante del siglo XVIII que partía hacia América o Australia, para no volver jamás a casa. No sabremos, afortunadamente, lo que es recibir una carta contándonos que “hace tres meses murió tu padre”, así que en realidad tampoco debería quejarme tanto.

Lo malo es que el corazón no entiende de estas cosas, limitándose a sentir, y el mío se siente triste por no poder despedirse con un beso y por no acompañar un trecho, aunque sea solo hasta la puerta, a aquellos que se van.

La distancia es buena casi siempre, dura en ocasiones y, algunas veces, casi insoportable.