jueves, 28 de junio de 2012

Mujeres

Madre e hijo.
J. Sorolla
Dentro de un par de días estaré en Madrid y volveré a pisar esa ciudad por primera vez en cuatro años. La última visita al Foro fue con motivo de la muerte de mi madre, así que tengo sentimientos encontrados ante este viaje. La alegría de ver a familiares y amigos se mezcla con la sensación extraña que produce el saber que no estarán todos.

No va a ser un reencuentro fácil, porque si bien es cierto que la relación con mi made estuvo siempre plagada de desencuentros, no lo es menos que ha sido una de las personas que más ha marcado mi vida. Los padres son la primera influencia importante que recibimos y, habitualmente, la más prolongada en el tiempo. Para bien o para mal siempre señalan de manera indeleble cuál será nuestro comportamiento futuro, sea porque deseamos parecernos a ellos, o por lo contrario, como es el caso.

Madre e hijo.
G. Klimt
Yo nunca quise parecerme a mi madre en nada, de hecho tengo poco de ella. Físicamente existe un cierto aire de familia, por supuesto. En cuanto al carácter, el parecido se limita a un temperamente abierto y la facilidad para hacer amigos. Yo he tenido la “virtud” de exasperarle, por que nunca fui la hija que deseó tener. En realidad siempre pensé que hubiera preferido no tener ninguna hija: con unos cuantos muchachos se hubiera sentido más satisfecha. Ya que nací, cuidó de mí mientras fui bebé y niña pequeña, me alimentó bien, me vistió muy mona y limpita y me mandó al colegio. Entonces empezó a soñar con una chica dócil y buena, que crecería, se casaría y le daría un montón de nietos. En vez de esa encantadora muchacha, llegué yo.

Todo parecido entre una niña y yo era pura coincidencia. Si alguna vez jugué a algo en casa fue con coches (aún los colecciono, por cierto). En la calle, que para mí era la playa, pues vivíamos junto a ella, los piratas, indios contra vaqueros y bucear eran mis juegos favoritos. Luego aprendí a leer y abandoné casi todo lo demás. Leía en casa y en la calle; bajaba a la playa y me escondía en alguna barca de pesca para seguir leyendo o me sentaba al pie de los riscos. A leer, por supuesto. Cuando mi madre quería castigarme, me quitaba los libros y me obligaba a salir a la calle a jugar.

El tiempo pasó y un buen día le comenté que iba a ser abuela... y que no pensaba casarme. Hizo cuanto pudo por “arreglar” el tema, pero no lo logró, porque detrás de la cara aniñada que yo tenía en aquellos momentos, había una voluntad inquebrantable de no dejarse gobernar por nadie. Solo me “perdonó” del todo el día en que me casé, aunque se quedó mirándome con ojos de alucinada cuando le dije los motivos que tenía para pasar por la vicaría, que no tenían nada que ver con afectos ni enamoramientos. Yo podía adorar al que después se convertiría en mi marido (de hecho es así y lo ha sido desde que le conocí) sin necesidad de papeles ni bendiciones. Tardó muchos años en comprenderlo: en aquel momento se limitó a alegrarse de que yo me convirtiera ¡por fin! en una esposa “como debe ser”. Para mi madre, durante muchos años, esa era la meta logica en la vida de cualquier mujer y yo la había alcanzado. Ahora sí podía considerarme un igual.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que un día me dijese que le gustaría volver a nacer, para ser como yo. Ese día fueron mis ojos los que se salían de las órbitas porque no me podía creer lo que acababa de oir: mi madre quería parecerse al chicazo, que solo sabe jugar a piratas y perder el tiempo leyendo; a la joven que estaba echando su vida a perder entre libros y amigotes; a la mujer que tuvo un hijo sin casarse.

Las Dánaes
J. W. Waterhouse
Ese día empecé a ver a mi madre con otros ojos. Aprendí a ver a la muchacha nacida en plena posguerra, educada bajo un gobierno dictatorial, huerfana de padre, criada por una madre dura y de mano larga, educada en un colegio de monjas... y entendí muchas cosas. Al fin comprendí que mi madre era el producto de la educación recibida, del “atar corto” a las muchachas, del habituarlas a ir detrás del hombre, del enseñarles que primero estaban los demás y luego ellas. Al fin empecé a entender que detrás de aquel ser que a mí siempre me había parecido anticuado había una mujer como yo, que deseaba viajar, estudiar, vivir intensamente y no había podido hacer nada, porque su destino era casarse, tener hijitos, entregar su vida a los demás y un día desaparecer con la conciencia tranquila por haber cumplido su deber.

Ahora volveré a casa y faltará una presencia que no será mi madre, porque ella lleno todo y continuará lleno mientras nosotros vivamos. Faltará la mujer a la que yo estaba empezando a conocer.

Después de su confesión, con la que abrió la puerta para empezar a entendernos, la vida se encargó de dar el portazo final. Mi madre murió dos meses después.

3 comentarios:

  1. Gracias, Amparo, por tu generosidad, por compartir algo tan íntimo y tan bello. Gracias por emocionarme. Ni te imaginas hasta que punto tu historia y la mia se parecen. En este momento de mi vida en que la relación con mi madre ha tomado un rumbo conciliador,aunque ella quizás no lo sepa, tu historia se me aparece como una señal.
    Un millón de gracias, y que tengas un buen viaje!
    PD: No dejes de visitar la exposición de Edward Hopper!!

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  2. Normalmente se llega tarde. En tu caso y, gracias a tu madre, vosotras llegasteis a tiempo.
    Buen viaje.

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  3. Excelente pincelada de biografía íntima, que esclarece, de forma valiente y bondadosa, la intrincada relación intergeneracional. Cuestión de mujeres. Te deseo un buen viaje de retorno al nido. Abrazos.

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