jueves, 13 de octubre de 2011

Volver a empezar (I)



Contemplaba la ciudad sin verla. Le parecía tener ante sus ojos los acontecimientos de los últimos días. Los veía frente a sí, como si de una película se tratase. Todo había ocurrido casi al unísono, apenas unas horas separaban un hecho del siguiente. Primero el despido, no por esperado menos doloroso. Luego el regreso a casa deseando contarlo todo y recibir consuelo de la persona amada.
Estaba en casa, pero no esperándole. Los encontró en la cama, desnudos y abrazados. Después ocurrió todo lo que suele suceder en estos casos: Acusaciones, excusas, lágrimas y el portazo final.
Tras ello se refugió en casa de unos amigos. Allí, pese a los esfuerzos de sus conocidos por animarle, comenzó a hundirse más a cada minuto. Ya no sabía qué le producía más dolor ni qué echaba más de menos. Sin ocupación, sin hogar, sin amor la vida había quedado vacía del todo.
Lo pensó y planeó cuidadosamente. Esperó a que todos salieran a sus ocupaciones habituales, tomó la llave de la puerta de la azotea y subió. Había escrito una nota explicando sus motivos y agradeciendo a sus amigos el apoyo que le habían dado y la dejó sobre la mesa de la cocina.
Se frotó los ojos con las manos para alejar las imágenes que aparecían ante ellos, deslizó la mirada por la ciudad mirándola por última vez y saltó al vacío.

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Tras recibir la noticia quedó incapaz de reaccionar. Ni siquiera una lágrima, un grito, algo que le hubiese ayudado a apaciguar la tristeza que le invadió. Simplemente, no podía creerlo ¡aquello no estaba pasando!
En realidad debió haberlo sospechado. Las señales eran claras, pero no fue capaz de verlas. Le cegó el convencimiento de estar tratando con personas en las que podía confiar. No era así y ahora se lo demostraban con una traición que significaba la pérdida de lo que había sido el centro de su vida.
La pena comenzó a crecer hasta llenar todo su cuerpo provocándole una sensación de dolor físico en cada hueso, cada vena, cada poro de su piel.
Cuando la pesadumbre llego hasta el corazón sobrevino el estallido. Sintió un dolor intenso en el centro del pecho. Notó que le faltaba el aire. Tenía dificultades para respirar por lo que boqueaba buscando el precioso fluido. Apenas tuvo tiempo de extender el brazo para recoger el tubo de pastillas que le salvaría la vida, pero le falto el necesario para abrirlo y colocar bajo la lengua a su pequeña salvadora. Cayó suavemente, deslizándose hacia el suelo en cámara lenta. Supo que no le dolería el golpe, porque cuando llegara a tocar el suelo ya no habría aliento en su cuerpo. Luego todo se volvió negro.

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Lo primero que percibió fue la suave opresión en su brazo derecho. No trató de abrir los ojos hasta que escuchó el pitido y los pasos apresurados acercándose. Escuchó la voz aguda antes de ser totalmente consciente de dónde estaba y quién le hablaba "¡Ya estás despierta, querida! Tranquila, el doctor vendrá enseguida. Ya le hemos avisado y viene en camino. Tienes muy buen aspecto, cariño..." Las palabras le llegaban en un chorreo tan insoportable como imposible de frenar. Pensó "¿por qué no se calla de una vez y se larga de aquí? Y ¿quién demonios es? Esa forma de hablar parece de una enfermera, pero no recuerdo haber tenido un accidente. Claro, es un hospital, esa una enfermera y lo del brazo debe ser una cánula ¿Qué me ha pasado? ¡Dios, haz que se calle de una vez y que se la trague la tierra! No soporto esa voz."
Como si hubiera escuchado su pensamiento, la "voz" se despidio y salió de la habitación.
Por fin pudo observar el lugar en que estaba. Se trataba efectivamente de una habitación de hospital. El suelo y las paredes blancos, la cama, del mismo color, la mesa de noche, parecida a un cajón de hierro, todo se correspondía con el mobiliario habitual en estos lugares.
La pureza de la pared quedaba manchada en un par de sitios por el estallido de color de unos cuadros abstractos y, sobre una cómoda situada al otro lado de la habitación, se mostraban las pruebas de la visita de algún pariente o amigo. Flores variadas, colocadas por manos expertas, formaban tres ramos que alguien había colocado en sendos búcaros. Ante ellos se erguían varias postales que seguramente reflejaban deseos de pronta recuperación y "todo el cariño de..." cualquiera de sus conocidos o familiares. A su derecha se erguía una percha de la que colgaba una bolsa rellena con algún líquido desconocido que se iba introduciendo en su cuerpo a través de la aguja clavada en su brazo. Un medicamento contra... ¿qué? Aún no sabía por qué estaba hospitalizada. Esperaría la llegada del médico para salir de dudas.
No se hizo esperar demasiado. Apareció mirándola con una sonrisa en los labios, aunque con un aspecto más grave que el de la enfermera, que ahora se encontraba a su espalda, dos o tres pasos tras él, como si quisiera mostrar el respeto que la posición del hombre le inspiraba.
Cuando el doctor estuvo lo bastante cerca le preguntó directamente, sin esperar siquiera a saludar "¿qué hago aquí, doctor? ¿qué me ha pasado?" El médico ampllió su sonrisa y contestó:
- Ante todo, mucha calma. Ha sufrido un infarto, pero fue encontrada a tiempo. Le trajeron aquí en coma y tuvimos que realizar una operación de urgencia. Todo ha transcurrido muy bien, así que no tiene motivo de preocupación. Deberá pasar unos días más hospitalizada, hasta que se recupere del todo ...
Dejó de escuchar. Trataba de recordar cómo había llegado al infarto, qué había ocurrido en los momentos previos al mismo, pero su mente se negaba a recuperar esos recuerdos y se centraba en la forma de hablar del galeno. "Es curioso", pensó, "El doctor me trata de usted y la enfermera de tú ¿Por qué lo harán? ¿Es que pretenden marcar las distancias que nos separan? Claro, el médico me está dejando claro que se encuentra a un nivel al que yo no llegaré jamás: El tiene mi vida en sus manos y yo solo soy una paciente que debe estar agradecida al dios que me devuelve la existencia. Ella, en cambio, trata de hacerme sentir segura y cómoda ¡si supiera cuánto odio que la gente me tutee! ¿Qué está diciendo este hombre de un marcapasos? Yo no necesito un marcapasos. Lo único que quiero es que salgan de aquí y me dejen dormir un rato."
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No sentía dolor. En realidad no sentía nada. Supuso que le habían puesto medicación suficiente para calmar los dolores de un rebaño de elefantes.
Todavía no podía creer lo que había ocurrido. Buscaba la muerte, pero parece que esta no tenía aún su nombre anotado en la lista. Como en ningún momento perdió la consciencia del todo recordaba casi cada minuto de su "milagro", como llamaban en el hospital a las circunstancias de su "accidente", el otro eufemismo que usaban para denominar a su intento de suicidio.
Viviendo en una ciudad llena de edificios de considerable altura, modernos, de paredes lisas que hubiesen sido perfectos para su fin, escogió una vulgar casa de vecinos de sólo seis plantas y con locales comerciales en el primer nivel. Tanto los locales como varios de los pisos se encontraban protegidos por toldos que, por la pereza de sus propietarios continuaban extendidos a esas horas de la noche. Fue tropezando con varios de ellos en su caida lo que aminoró la rapidez de la misma. Al golpear el suelo sintió un profundo dolor en la pierna izquierda y el brazo del mismo lado. Ese fue todo: Una pierna y un brazo rotos, una par de contusiones aquí y allá, y la vergüenza de descubrir que no servía ni para matarse.
- ¡Idiota, idiota, idiota! De todos los edificios de la ciudad tenías que escoger el menos adecuado a tus fines.
- Disculpe ¿Decía algo? - preguntó la auxiliar que en ese momento cerraba la ventana, tras la limpieza de la habitación.
- No. No decía nada, no se preocupe.
- Pues yo ya he terminado aquí ¡Hasta luego!
Se despidio de la mujer con un gesto de la cabeza y la misma expresión adusta que se había pintado en su rostro desde que le trajeron al hospital. Lamentó no ser capaz de dedicar una sonrisa a la muchacha, pero no tenía fuerzas para sonreir. Ni motivos. Lo que todos llamaban "milagro" para él era solo un fracaso más que añadir a su actual lista de fracasos.

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