domingo, 18 de septiembre de 2011

...cuando seas mayor (I)

En mi niñez oí varias frases que se me fueron quedando grabadas, probablemente por lo mucho que las repetían las personas a mi alrededor: eso no se toca, que quema; lo que está en el plato se come todo; ya lo entenderás cuando seas mayor...

Al pasar los años descubrí que casi todas eran falsas o, en el mejor de los casos, incompletas: Eso sí se toca, solo hay que protegerse con una manopla o un trapo; con menos de la mitad del contenido del plato hubieramos estado más sanos y mucho más esbeltos. Pero la mayor falacia de todas es la última. Cuando menos yo sigo sin entender nada, aunque me haya hecho mayor. Crecí deseando ser adulta, porque ellos tenían la llave que abría todas las puertas y ahora que llevo ya bastantes años practicando la adultez descubro que no hay llaves. Descubro que algunas veces ni siquiera hay puerta.

Lamento no haber hecho un listado de las cosas que iba a comprender, vivir o conocer cuando fuera mayor, pero es que tampoco sabía entonces que las cosas se van perdiendo si no las fijamos de alguna manera.  Entre las que sí recuerdo hay todo un surtido: pintarme las uñas y maquillarme; leer ciertos libros y ver ciertas películas; acostarme tarde; beber alcohol; fumar.

Una de las más importantes para mí era la de entender por qué la gente actúa como lo hace. El porqué de mi expulsión de la habitación cuando hablaban de la economía familiar, para luego decirme que no me compraban ese juguete porque es muy caro ¿esperaban que yo conociese el significado de esa expresión sin saber qué es el dinero y cómo se gana y se pierde? El porqué de la prohibición de subir a la azotea, cuando era el sitio más divertido de la casa, en lugar de explicarme que la escalera de acceso estaba deteriorada y podría tener un accidente. El porqué de todos los noes que, lejos de hacerme más dócil, creaban en mí el irresistible deseo de investigar, de descubrir qué ocultaban y que, por si fuera poco, fueron la causa de casi todas las lesiones que sufrí de niña. Cierto que yo siempre me he sentido motivada por las prohibiciones y me ha bastado un simple “de ninguna de las maneras”, para tratar de demostrar que había por lo menos una forma de lograrlo.    El porqué de esa bajada en el tono de la voz y ese secretismo cuando hablaban de las relaciones con los demás, fueran amorosas, de amistad o familiares. Quizá creían que la vida nos iría enseñando y ellos no tendrían que molestarse en hacerlo. Tal vez pensaban que esa era la forma correcta de actuar, aunque me cuesta creer que no se diesen cuenta de las obviedades. Ellos también fueron niños y sufrieron el afan de ocultar toda información a los más pequeños y también se vieron en la vida adulta sin saber cómo afrontar los problemas que iban surgiendo en sus vidas.

No se trata de dar consejos. Es sabido que éstos no se siguen jamás. Es algo mucho más sencillo: Se trata de dar ejemplo. Éste no se da sólo con la conducta. Existe una forma indirecta de aconsejar que consiste en hablar con terceros y dejarse escuchar por quien pueda necesitar ayuda.

Mientras la prohibición de subir a la azotea estuvo en pie, subí a ella con deleite, pese a castigos, reprimendas y dos caídas (de las que sólo trascendió una, porque fui a “amerizar” en una tina llena de agua con lejía, en la que se habían puesto a remojar varias prendas de ropa. De la otra saqué solo un par de heridas que, dados mis antecedentes, no sorprendieron a nadie, ni provocaron preguntas molestas). Mi afición por esas excursiones comenzó a desaparecer un día en que encontré a mi abuela con la pierna vendada y me contó que le habían puesto la vacuna antitetánica al haberse herido con un clavo oxidado, en la escalera de la azotea. Eso me bastó para entender que había un peligro y tendría que andar con cuidado. Al desaparecer el misterio fue cuestión de muy poco tiempo el que también se diluyera el interés.

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